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  • Foto del escritorPalabra Infinita

Táctica y Estrategia 18 de Septiembre 2021



Visita inesperada.


Nos tocó volver a la escuela en medio de la tercera ola de coronavirus. Los niños no asisten a clases. Pero los maestros cumplimos con hacer guardias y trabajar a distancia. La escuela limpia, el patio desbrozado a la sombra de los altos pinos donde se enreda el viento. «Andan días iguales, persiguiéndose,» diría Pablo Neruda. Días monótonos bajo un tórrido sol de estos últimos días del verano. El patio está alfombrado de agujas de pino. Terminada la jornada, después de despedir a los pocos maestros que asisten me dirijo al salón del fondo. El único provisto de aire acondicionado.





Antes de abrir la puerta la veo venir por el pasillo. Es una joven hermosa, la cara velada con un cubre bocas, enfundada en unos hermosos pantalones blancos, que camina como si viniera pisando cáscaras de huevo. Lentamente me reacomodo el cubre bocas (lo llevaba enredado en el cuello) y retribuyo el saludo distante con una zalema.


—Soy la licenciada Ana Paula Rivera, de la dirección general.

—Encantado licenciada, ¿en qué puedo servirle?

—¿Es usted el director?

—Sí, naturalmente.


Sus ojos, de un café claro, son hermosos. Tiene en la frente un leve, levísima, rayita vertical, que le imprime carácter a su rostro. A través del cubre bocas imagino un rostro armonioso y dulce.


—Andamos monitoreando las escuelas. En qué condiciones están, si vienen a clases los niños, en caso de que no sea así, cómo han organizado sus actividades los maestros…


Abrí la puerta y la invité a pasar. A un costado del salón, sobre el escritorio, el tablero de ajedrez con las piezas dispuestas. Noté que el juego le llamó poderosamente la atención. Pero no dijo nada al respecto. La invité a tomar asiento. Sacó de su bolsa una libreta y fue anotando las respuestas del formulario. A renglón seguido, a través de su celular subió los datos a la plataforma de la secretaría. Después se estiró en la silla y con un suspiro dijo:

— ¡Qué lindo está aquí!






El salón es luminoso y limpio. A un costado del escritorio hay una mesita con los libros que he ido leyendo en el transcurso de nuestro confinamiento. Y el clima artificial establece una diferencia notoria entre el salón de clases y el tórrido ambiente exterior.


— ¿Juega usted ajedrez? —dijo inopinadamente.

—Hace algún tiempo. Ahora solo estudio a través de los libros.

Tomé el libro que estaba en la mesa, a un lado del tablero. «Ajedrez lógico», de Irving Chernev. Se dice que es una obra para principiantes, pero tiene algunos análisis que me parecen demasiado sutiles para quien apenas se inicia en el juego ciencia. La invité a sentarse junto al escritorio, y sin venir a cuento empecé a explicarle los nombres de las piezas, sus diferentes movimientos y algunos aspectos de una partida de ajedrez. Era evidente que no estaba entendiendo nada, pero se mostraba interesada.


—Qué bonita está su escuela —dijo, mirando el patio a través de la ventana.

—Cuentan que hace mucho tiempo, todo esto era un cementerio —dije.

— ¿Y no le da miedo estar aquí solo? —sonrió por debajo del cubre bocas.

—No. Y eso que se cuentan historias.

— ¿Historias?

—Se dice que por las tardes, o en los fines de semana, cuando la escuela está vacía, deambula por los salones una niña con una profunda herida en la frente. Algunas personas la han visto. Me parece una leyenda demasiado trillada para ser cierta.

—Una niña, dice…

—Sí supongo que una niña en edad escolar. Bueno, eso me han dicho los que supuestamente la han visto.


Sonó el teléfono de la joven. Para contestar la llamada se bajó el cubre bocas y tuve así la oportunidad de ver su rostro completo. Era guapa. Todo el conjunto de su cara hacía juego perfecto con la hermosura de sus ojos. Al parecer no le gustó lo que le decía su interlocutor porque hizo un gesto de fastidio. Cortó la llamada y me dijo: se adelantaron, se fueron sin mí. Me explicó que se habían dividido el trabajo. Los auditores que la acompañaban habían ido a las otras dos escuelas de la comunidad.


Ella decidió hacer la inspección aquí, y habían convenido encontrarse en el parque central. Pero por alguna razón se adelantaron y estaban en un restaurant de la orilla del río. Me dijo el nombre del establecimiento.


—Si gusta, la puedo llevar —le dije.

—Si me hace usted el favor —dijo.


Mientras la chica me esperaba frente el salón de clases, dispuse nuevamente las piezas sobre el tablero (las había desorganizado para mi pequeña clase maestra). Apagué los climas y cerré la puerta. Pero antes de correr el cerrojo miré, a través del vidrio de la ventana, el tablero de ajedrez sobre el escritorio con las piezas dispuestas. Movido por un extraño impulso abrí nuevamente la puerta, fui hasta el escritorio y moví el peón de dama a la casilla d4.


—Se ve más bonito así, ¿no cree? —le dije a la joven.

—Sin duda alguna —dijo.


Afuera, frente al portón de la escuela estaba su camioneta. Abrí la portezuela y me arrellané en el asiento del copiloto. Ana Paula entró a la parte posterior y guardó sus notas en un portafolio y acomodó un buen legajo de documentos. Ya no se bajó del vehículo. Pasó las piernas y toda su hermosa anatomía ante mis narices, a través del espacio de los asientos delanteros. Una vez acomodada frente al volante me miró y sonrió.


—Perdón —dijo, pensando quizás en el desorden mental que me había provocado.


Llegamos al restaurant. Ahí estaban sus compañeros ya en la mesa. Dos hombres y una mujer. Ana Paula los recriminó amistosamente antes de unirse al grupo y yo me despedí antes de que me invitaran a quedarme.

Justo al salir del restaurant me alcanzó Ana Paula.


—Si gusta lo puedo llevar. Al fin que ya conozco el camino.


Le agradecí la amabilidad y volví a subir al auto. En esta ocasión, la joven no me hizo la grosería de la vez anterior: subió por la puerta delantera. Se detuvo frente al portón de la escuela. Me despedí de ella apoyando mi mano en el pecho, como nos enseñó Esteban Moctezuma — ¡ah, cómo te extrañamos!— y abrí la hoja principal del portón. Caminé por el andador hasta el edificio de la dirección, doblé a la derecha, al llegar a la plaza cívica me bajé al césped.

Bajo mis pies murmuraban las hojas de pino. Me acordé de la muchacha, la licenciada, quiero decir. ¿Por qué caminará tan chistoso? Bajo un calor de los mil pingos abrí la puerta del salón. Ingresé con los brazos extendidos, disfrutando de la frescura interior del aire acondicionado. Hubo algo así como un chispazo en mi interior. Como un timbre, una alarma. Los dos climas inundaban el ámbito con su murmurante frescura, y yo estaba seguro de haberlos apagado. Pero bueno, pensé, a lo mejor me confundí, y sin darle mayor importancia al asunto tomé asiento frente al tablero de ajedrez.


Abrí el libro de Irving Chernev retirando el separador. Un helado malestar me invadió al fijar la vista sobre las piezas del tablero. Algo había cambiado. El peón de dama estaba emplazado en la casilla central. Pero el caballo del alfil del rey de las negras había sido adelantado a la casilla f6. A lo lejos escuche un ruido como si arrastran tambos vacíos.


Me asomé a la puerta y la vi. Era una muchachita como de doce o trece años. Estaba parada bajo uno de los árboles del fondo. Llevaba un vestido blanco, percudido. Parte del cabello le caía sobre el rostro y en su frente se apreciaba una profunda herida. Un hilo de sangre le corría por la mejilla. Cuando me miró se alarmó y empezó a desplazarse. Su manera de andar era horrorosa. Desgarbada, con los brazos caídos y la cabeza girada de una manera extraña. Dio unos pasos y se perdió en uno de los pasillos entre dos aulas.


—Santo Dios —murmuré antes de perder el conocimiento.



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