Capablanca, hijo de Caisa.
¿Qué sé yo de ajedrez?
Nunca moví un alfil, un peón.
Tengo los ojos ciegos
para el álgebra, los caracteres griegos
y ese tablero filosófico
donde cada figura es
una interrogación.
Pero recuerdo a Capablanca, me lo recuerdan.
En los caminos
me asaltan voces como lanzas.
Nicolás Guillén.
El día 19 de noviembre del año 1888, nacía en la isla de Cuba, el ajedrecista cubano José Raúl Capablanca y Graupera. Aprendió a jugar a la edad de cuatro años. Por tal motivo es recordado como «El Mozart del ajedrez», y por su aura de invencibilidad —tan solo perdió 35 partidas a lo largo de su carrera— se le llamó también «La máquina de jugar ajedrez». Era rápido en el despliegue de sus piezas. Nunca tuvo agobios de tiempo. Y se distinguió por su técnica depurada para, a base de pequeñas combinaciones, ir acumulando pequeñas ventajas posicionales, que capitalizaba magistralmente en la fase final de sus partidas, donde era prácticamente imbatible.
La leyenda dorada de Capablanca sugiere que nunca entrenaba. Era un jugador intuitivo y genial. Tuvo su primer éxito a escala internacional en el torneo de San Sebastián, donde arrolló ganando el torneo, y llevándose además el premio de brillantez, por su partida contra el Gran Maestro Berstein. En el torneo de Nueva York, de 1918, desbarató sobre el tablero, es decir sin análisis previo, el famoso Ataque Marshall, filosa variante de la apertura española o Ruy López, con un juego preciso y vigoroso rayano en la perfección de los ordenadores actuales.
De la misma manera, muchos años después, en Moscú (1935) refutó la variante de Merano de la defensa eslava contra el Gambito de Dama. Pero antes, en 1927, ganó nuevamente y de manera contundente el torneo de Nueva York, que contó con jugadores de la talla de Alekhine, Nimzowich (el genio didáctico), Milan Vidmar, Rudolf Spielman y Frank J. Marshall. La élite mundial del momento. Ya en 1921 había arrebatado el cetro mundial a Emmanuel Lasker.
En 1927, sin embargo, el mundo del ajedrez se estremeció cuando sorpresivamente fue derrotado por Alexander Alekhine, en la ciudad de Buenos Aires, perdiendo la corona mundial. Nunca Alekhine había ganado una partida a Capablanca. Confiado en su soberana habilidad para resolver los problemas sobre la marcha, Capablanca no se preparó para el torneo. Alekhine en cambio se preparó a fondo y lo derrotó después de una ardua lucha. Curiosamente, Alekhine nunca aceptó jugar la revancha con el gran Capa, transgrediendo una de las condiciones del enfrentamiento. Y no solo eso, durante su largo reinado, Alekhine rechazó jugar en los mismos torneos que el gran maestro cubano.
Por esta y otras razones, José Raúl Capablanca es considerado como uno de los más grandes ajedrecistas de todos los tiempos. No por nada Tigran Petrosian —el armenio de hierro—, Bobby Fischer y el mismísimo Anatoli Karpov reconocieron la deuda ajedrecística que tienen con Capablanca, el hijo de Caisa.
En «Las verdes colinas de África», Ernest Hemingway sugirió que el escritor ideal debería poseer la disciplina de Flaubert y el Talento de Rudyar Kipling. Alguna vez, soñando con lo improbable propuse en un escritor ideal, por no decir imposible, además del talento de Kipling y la disciplina de Flaubert, debería tener la capacidad de trabajo de Honoré de Balzac, la lucidez de Borges, la amplitud evocativa de William Faulkner, la hondura psicológica de Dostoyevski, la magia de García Márquez, el suntuoso colorido de Alejo Carpentier, la riqueza expresiva de Miguel de Cervantes y la soberana soltura de Tolstoi.
No hay un monstruo con tales cualidades y virtudes, pero sin duda sería maravilloso leer a un escritor de esas dimensiones. Y tampoco debemos pretender remontarnos hasta esas alturas. Esto último solo lo planteo como un ideal, y como el imperativo de estudiar a los más grandes maestros de la literatura universal (no están todos, por cierto).
En el mundo del ajedrez a menudo nos encontramos inmersos en discusiones bizantinas sobre quién fue el más grande ajedrecista de todos los tiempos. En rigor no es posible saberlo. Y cada aficionado tiene su favorito. Digamos que en este ranquin hay para todos los gustos. Paul Morphy, Alekhine, Capablanca, Robert Fischer, Garry Kasparov y Magnus Carlsen, por mencionar solo algunos.
Y ya puestos a pensar en lo imposible —aunque solo sea para hacer el ejercicio que hicimos con las cualidades de los mejores escritores— digamos que un ajedrecista ideal, debería reunir el amplio arsenal combinatorio de Paúl Morphy, la psicología de Emanuel Lasker, la capacidad de estudio de Alekhine, el armónico juego posicional de Capablanca, el talento natural de Sultan Khan, la finura de Richard Reti, el bagaje teórico de Grunfeld, la impenetrabilidad profiláctica de Tigran Petrosián, la voluntad indomable de Robert Fischer, la magia de Mikhail Thal, la gélida estrategia de Karpov, la agresividad de Kasparov y el poderío inigualable de Magnus Carlsen. Una especie AlphaZero humano, inexpugnable e incontenible, lo más cercano a nuestro entrañable señor Capablanca.
Así pues, Capablanca
no está en su trono, sino que anda,
camina, ejerce su gobierno
en las calles del mundo.
Bien está que nos lleve
de Noruega a Zanzíbar,
de Cáncer a la nieve.
Va en un caballo blanco,
caracoleando
sobre puentes y ríos,
junto a torres y alfiles,
el sombrero en la mano
(para las damas)
la sonrisa en el aire
(para los caballeros)
y su caballo blanco
sacando chispas puras
del empedrado...
Nicolás Guillén.
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