Ajedrez y literatura
(Parte II)
—¡Bellísimo! —suspiró Indira.
—El ajedrez es más que un juego, no lo olvides.
—El juego ciencia, le dicen. Pero yo creo que es algo más que eso. Supongo que me puede comentar otras obras sobre el mismo tema.
—Por supuesto, Vladimir Nabokov escribió “La defensa de Luzhin”, y Arturo Pérez Reverte hizo su aportación con “La tabla de Flandes”.
—Yo vi una película que se llamaba así: La defensa de Luzhin.
—Originalmente la novela de Nabokov se llamaba “La defensa”. El personaje principal es un Gran Maestro de avanzada edad que no está preparado (nunca lo ha estado) para vivir en sociedad salvo por su talento para jugar al ajedrez. La versión cinematográfica está un poco edulcorada y descafeinada y presenta más bien una historia de amor con un final trágico, en un decorado, por así decirlo, ajedrecístico.
Curiosamente el título de la novela se refiere a que el personaje tomó el juego ciencia como una defensa ante el mundo. En un principio yo creí que “La defensa” hacía referencia a algún sistema de juego adoptado por este personaje, como pudo haber sido la defensa francesa, la defensa siciliana o cualquier otro sistema defensivo. La defensa de Luzhin, se me antojaba un tanto, así como un sistema de juego defensivo, puesto en marcha por nuestro personaje.
—¿No es así?
—No. En este caso, la defensa de Luzhin es el ajedrez mismo. El descubrimiento del ajedrez supone para Luzhin, protagonista de la novela, la revelación de todo un mundo, con un orden perfectamente armónico donde puede encontrar refugio contra los sinsabores de su desventurada adolescencia. Así es como el ajedrez viene a ser su defensa. A partir de ese momento da comienzo su brillante carrera como campeón en este juego, que, como sucede con todo jugador destacado, pronto se convierte en una obsesión que absorbe su vida por completo. Con el tiempo obtiene el grado de Gran Maestro, pero finalmente Luzhin comprende, demasiado tarde, que el ajedrez se vuelve contra él mismo, dejándolo en el aislamiento.
En cierta medida, el ajedrez, la literatura, la pintura, la música, la jardinería o ve tú a saber, son «defensas» que nos ayudan a sobrellevar la vida. En este caso podemos hablar del confinamiento. Esta pandemia que nos ha hundido en una distopía que hasta hace poco solo veíamos en las películas. Y para esto debemos hacer acopio de paciencia, reflexión, imaginación, fortaleza, osadía y prudencia, como en una partida de ajedrez, cuando el jugador de este juego que a querer o no es una analogía de la vida, sopesa cada una de las variantes posibles ante uno u otro movimiento, y al final decide lo que su juicio y su intuición le indican.
Indira de los Santos me miró a través del prisma de sus lindos ojos verdes. Tomó una de las revistas de ajedrez y la abrió, y se perdió en los diagramas y la notación, como tratando de dilucidar el sentido de esa álgebra impenetrable para ella.
—Esta es la reina, ¿verdad? —me pregunta.
—Debo hacer hincapié en los nombres correctos de las piezas de ajedrez. La pieza más poderosa del tablero, esa a la que tú le dices “reina”, en verdad se llama Dama.
—Perdón.
—Originalmente la dama no se llamaba así. Sabes, el ajedrez es una guerra que se indicó en oriente. El rey (o jeque) siempre tenía a su lado un visir. Una especie de primer ministro. El visir podía en todo caso tener el grado de general en jefe de las fuerzas armadas. En aquellos tiempos se diría más correctamente “los ejércitos de su majestad”. Por lo que esa pieza en el tablero tenía el nombre de Al-Fazir.
Con la llegada de los árabes a Europa, en el siglo X, introdujeron el ajedrez y fue adaptado, y con ello hubo algunas modificaciones en los nombres de las piezas. Los roques, que eran una especie de carros tirados por caballos con filos en las ruedas traseras, pasaron a ser las torres; los alfiles que eran elefantes, no olvidemos a Aníbal, el guerrero cartaginés que puso de rodillas al imperio romano, con el tiempo y el cambio de aires, pasaron a ser obispos. Por eso el alfil en inglés adoptó el nombre de bishop. No sé si te has fijado en los diagramas ajedrecísticos, el alfil toma la forma de una mitra de un obispo.
Tomé un alfil de la caja y se lo puse en la palma de la mano.
—Sí, ya sé que te dan miedo, los obispos —es una broma que solo ella y yo entendemos—. No esta elegante y grácil pieza de mirada oblicua, que se desplaza con agilidad y denuedo por las diagonales y es muy buena tanto para el ataque como para la defensa. En la matemática ajedrecística el alfil vale tres puntos. Lo mismo que el caballo. Pero su valor relativo depende de su ubicación en el tablero, de las casillas que domine, su movilidad potencial y de la fase de la partida y la posición en general. Y es así como el visir del rey pasó a ser la dama, o la reina como [dices] tú.
—Gracias «maestro», ya me dio toda una clase de ajedrez.
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