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  • Foto del escritorPalabra Infinita

TÁCTICA Y ESTRATEGIA


Por César Augusto


Apunte desde la clínica.


Así como Bansky, el rey del grafiti, hay una ajedrecista que es todo un misterio. Deambula por las calles de Madrid retando a quien quiera jugar con él. Viste de una manera extraña, un traje estampado como un tablero de ajedrez, y se cubre el rostro con una máscara. Su voz se escucha a través de un distorsionador, de manera que es muy difícil que lo puedan identificar (se dice que pocas personas en el mundo conocen su identidad) y reta a quien quiera jugar contra él ofreciendo 100 euros a quien le gane una partida. Su objetivo es incentivar a la gente a jugar ajedrez. Se sabe que hasta la fecha nadie ha sido capaz de ganar esos 100 euros. No obstante, es público y notorio que ya ha perdido algunas partidas, únicamente que no ha estado en juego el dinero de la apuesta. Esto —lo de la derrota— sucedió en Pamplona, según él mismo refiere: «La gente sabía que Rey Enigma estaría en tal sitio y a tal hora. El nivel subió muchísimo y vinieron jugadores de club a retarme. Sufrí la primera derrota y consiguieron ganarme dos más».




















Este personaje surgió en el mes de diciembre del año 2020. El impacto mediático que ha tenido es sorprendente. En un mes ya tenía más de sesenta mil seguidores a través de las llamadas redes sociales. De la mano de Gambito de Dama, la serie de Netflix, Rey enigma ha impulsado el juego ciencia entre la juventud, de manera que muchas más personas se sienten atraídas por el juego de reyes, de tal manera que no solo entre los aficionados, sino también jugadores profesionales que lo alientan para que continúe dando vida al personaje. No obstante, su permanencia en la esfera pública se ha visto en peligro. Algunas veces no apuesta los cien euros sino su identidad. Ya ha enfrentado a varios contendientes, máscara de por medio, pero de todas ha salido airoso. En la última se salvó de puro milagro, cuando para su sorpresa tuvo que enfrentar nada menos que al Gran Maestro Anatoly Karpov, leyenda viva del ajedrez, que ostentó la corona mundial durante dieciséis años, ganó más de 160 torneos de élite mundial (nadie en el mundo tiene ese record) y continúa activo a sus setenta años con un altísimo nivel competitivo. Cuando, en medio del escenario, Rey Enigma vio aparecer a Karpov fue notorio su nerviosismo. Por primera vez iba a enfrentar a un jugador del olimpo ajedrecístico. Rey Enigma llevaba las blancas y abrió el juego con el sistema de Colle, que es su especialidad. El peso y la calidad de Karpov se puso de manifiesto barriendo literalmente del tablero al enmascarado. Se salvó porque llevó la partida hasta el límite del zeitnot y logró el empate porque le faltó tiempo al enorme Anatoly Karpov.

Un antecedente, digámoslo así, de Rey Enigma, podría ser el famoso autómata denominado «El Turco», una especie de maniquí que jugaba brillantemente al ajedrez que llamó la atención del escritor Edgar Allan Poe. Creado por Wolfgang von Kempelen, en 1770. El historiador Marin Randy relata así el manejo y la presentación del autómata:


"La figura en cuestión iba vestida de turco, con turbante y ropajes sueltos, y estaba sentada ante una especie de aparador sobre el cual había un tablero de ajedrez. Kempelen abría muy despacio las puertas del aparador y destapaba las ropas del Turco para mostrar los engranajes y mecanismos de su interior y también para probar que no había ninguna persona escondida debajo. Una vez activado, el Turco se ponía a mirar el tablero, daba unas cuantas chupadas a una larga pipa y se invitaba a los cortesanos a probar sus habilidades al ajedrez con él. Se colocaban las piezas sobre el tablero y daba comienzo la primera partida. La concentración de los jugadores y del público solo se interrumpía cuando Kempelen tenía que volver a dar cuerda al Turco. Pero al cabo de unas cuantas jugadas, el autómata había dado jaque mate a su adversario".




La mente detectivesca de Allan Poe lo llevó a desarrollar una serie de pesquisas que condujeron más tarde a desentrañar el misterio del autómata que jugaba ajedrez. Le llamaba que uno de los ayudantes del presentador del autómata, normalmente se le veía empaquetando y desempaquetando y armando la máquina; pero durante las partidas no se le veía por ningún lado. Era nada menos que el maestro de ajedrez William Schlumberger, quien daba vida al monigote. De modo que cuando Schlumberger murió también se le acabó la ciencia a la máquina de jugar ajedrez.

Nosotros también tuvimos nuestro Rey Enigma. Llegó aquí y lo tuvimos recluido un tiempo con la idea de que algo andaba mal en su cabecita. Era un tipo brillante. Tenía una habilidad extraordinaria para narrar historias, y el portero dice que como ajedrecista no lo hacía nada mal. Jugaba con una celeridad asombrosa, como si no pensara las jugadas, sin cometer apenas imprecisiones. Llegaban los chicos de la Universidad y a todos les daba un repaso, sin perder una sola partida. Era un tipo alto, delgado, un poco desgarbado. Si tú lo veías no pensarías que estaba loco. Más bien tenía catadura como de místico o iluminado. Su mirada era profunda e inteligente. Un poco triste, pero intensa.

Padecía muchas manías. Alguna vez le escuché decir que vivía con tres mujeres y un niño en una casa con tres terrazas barridas por la brisa del mar. No me queda claro si las mujeres eran sus hijas o sus esposas o vete tú a saber. Porque lo decía sin presunción. También contaba que había sido campeón de ajedrez y que alguna vez había jugado con el gran Capablanca, lo cual es un absurdo porque con sus pocos años nunca hubiera sido posible coincidir en este mundo con el tercer campeón mundial y probablemente el más grande ajedrecista de todos los tiempos. En sueños solamente, o a través de la magia de su delirante imaginación. Entre sus pertenencias se encontraron unas historietas de Walt Disney y varios recortes de Minnie Mouse que atesoraba entre las hojas amarillentas de unas viejas libretas de pastas duras donde escribía las extrañas ideas que le venían a la mente. Es ahí donde encontramos unas «cartas» que aparentemente fueron dirigidas a un ser imaginario. Un ángel o una mujer, o las dos cosas, no se sabe a ciencia cierta. Porque a todo esto no hay evidencia alguna de que se hubiera tratado de un ente real.

Hablaba de teléfonos inalámbricos y otras máquinas de magia y ensueño. Solía decir que en, un futuro no muy lejano, toda la humanidad va a estar enlazada a través de una red mundial con pequeños dispositivos que los vas a poder llevar en los bolsillos del pantalón. Y hablaba también de un virus letal que flota en el aire y que —según él— el gobierno mundial, había dispersado por todo el planeta para depurarlo de ancianos, enfermos y de todo ser humano que por su vulnerabilidad no produjera y resultara una carga para la sociedad. Tal vez por eso se lavaba las manos con demasiada frecuencia. El doctor Garmendia diagnosticó trastorno obsesivo compulsivo. Pero había más que eso. Porque hablaba de ángeles, entes malignos, y de una joven que llegaba todas las noches a conversar con él, a la que sin duda alguna le dedicó estas cartas. Naturalmente que nadie hablaba con él. Todo era producto de su imaginación. Pero lo cierto es que sí pasaba las noches en claro porque a menudo andaba bosteza y bosteza y cayéndose de sueño en el día, y siempre traía unas ojeras que le llegaban al suelo.

Solo volvía a la vida cuando los jóvenes universitarios venían a visitarlo y disponían las piezas sobre el tablero y jugaban una tras otra, partidas de ajedrez que invariablemente nuestro rey enigma ganaba, en algunos casos de manera aplastante y a una velocidad pasmosa. Jugaba al toque, como dicen los ajedrecistas, apenas sin pensar las jugadas, cualidad que tuvieron Mikhail Thal, Roberth Fischer y Capablanca, por mencionar solo a tres. Su juego era abierto, fulminante, de ataques explosivos, con sacrificios brillantes y mates contundentes.

No se sabe cómo lo hacía porque se supone que estaba en la clínica en calidad de enfermo mental.

El enigma consistía en que nadie sabía a ciencia cierta cómo llegó aquí. Los médicos refieren que este personaje ya estaba en el pabellón cuando ellos llegaron a la clínica. Era afable, de trato sencillo y amistoso. Todos le teníamos cariño. Un día lo vimos salir por la puerta principal y nunca más volvió. Uno de los jóvenes universitarios relata que lo vieron de la mano de una joven morena de ojos ambarinos y cuerpo escultural.



César Augusto.


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