El ajedrecista
Episodio VI
Una Ford Escape blanca, de vidrios polarizados, se detuvo frente al estadio y de ella bajó una joven morena de cara radiante y cuerpo escultural. Era de mediana estatura y vestía una blusa sencilla con flores estampadas y un pantalón blanco. Cuando la vio entrar, el señor Linares esbozó una débil sonrisa y la recibió apretándole las manos de una manera extraña. Inclinó la cabeza ligeramente ante ella y la chica le acarició el cabello como si cumpliera con un antiguo ritual. La dejó entre el público, en una de las primeras butacas, y volvió a la sala de juego.
Von Fritz le preguntó al pasar:
—¿Quién es ella?
El señor Linares respondió murmurando apenas un nombre impronunciable. «Y a ella, ¿no le vas a rendir un homenaje?», indagó el alemán, con sorna y le preguntó nuevamente por el nombre de la chica. Linares pareció recordar algo y se metió la mano al bolsillo de la camisa y extrajo una pieza de ajedrez: un pequeño rey de cristal. Volvió sobre sus pasos y le entregó la pieza a la joven. La chica observó detenidamente la pieza de cristal entre sus pequeñas manos y la guardó en su bolso. De pie, ante la mesa de juego estaba un hombre mal vestido, desaliñado y con las botas embarradas de lodo, con una triste expresión de perro apaleado. El señor Linares venía distraído y no se percató de la presencia del extraño. Por primera vez se dejó caer sobre el asiento antes de hacer la primera jugada. Miró a su alrededor con los ojos cargados de sueño, mecánicamente adelantó dos casillas el peón de dama y echó a andar el cronómetro.
El hombrecillo mal vestido tomó asiento frente a él y respondió con la jugada simétrica. Linares lo miró de hito en hito. Se levantó y fue a donde estaba el juez del torneo y le preguntó si el personaje aquel iba a ser su adversario. El juez le contestó afirmativamente. El señor Linares se encogió de hombros y volvió a la mesa de juego, pensando que si ya había derrotado al mejor jugador del torneo, qué más podía esperar.
—A partir de aquí todo será coser y cantar — le dijo a Luís Enrique al pasar.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó Von Fritz, sentándose a un lado de la muchacha.
La chica repitió el nombre impronunciable que le había dado el señor Linares. Von Fritz la escrutó con su profunda mirada de ajedrecista y desistió de volver a interrogar. Era joven y bella. De piel morena y mirada triste. Pero había en su expresión una alegría contenida con un dejo de dulzura melancólica. Era poco menos que una chica angelical revestida de humanidad. Nada que ver con la altiva Carolina. «Todo un don Juan el Peter», pensó Von Fritz.
—Quiero suponer que usted tampoco entiende esto del ajedrez —dijo.
—En absoluto. Solo vine porque al terminar esto —hizo un ademán, abarcando todo el recinto—, me voy a llevar al señor Linares.
—Se va a llevar usted al campeón.
—El campeón derrotado dirá usted.
—¿Por qué derrotado? Está a nada de llevarse el primer lugar.
—Usted entiende de esto. El señor Linares va a ser despedazado por el tipo que juega con él. Solo veay me dice.
La joven hablaba con seguridad. Von Fritz sintió un escalofrío y fue a hacer un rondín por las mesas de juego. Se detuvo finalmente ante la mesa de Linares y observó la posición. El señor Linares llevaba un Gambito de Dama en toda regla y conservaba la iniciativa jugando como todo un maestro. Nada hacía suponer los funestos vaticinios de la enigmática mujer.
Volvió a lado de la joven.
—Hasta ahora no veo posibilidades de derrota por ningún lado —dijo—. Si mucho me obligan, a lo mejor unas tablas.
—¿Tablas?
—En el argot ajedrecístico «tablas» quiere decir empate. ¿No se lo ha enseñado el señor Linares?
—No, y si lo hizo, no me acuerdo. Sabe, tengo memoria de queso gruyere. A lo sumo, recuerdo que los cuadritos se llaman escaques. Y, hasta eso, no estoy segura.
—No le ha enseñado mucho.
—Me ha enseñado que en Argentina los boletos de los colectivos traen escrita una frase de Pascal, y que a las cantinas les llaman pulperías.
Von Fritz hizo un gesto ambiguo.
El señor Linares llevaba limpiamente las piezas blancas hacia un medio juego con ligera ventaja posicional. Era como deslizarse por una límpida autopista rodeada de verdes prados y suaves colinas con arboledas y arroyuelos claros murmurando al despeñarse sobre el valle. Autopista interminable, con puestos de conservas y jugo de piña en los costados, a la orilla del arcén, vacas soñolientas en los potreros y carretas repletas de fruta, tiradas por bueyes bajo un cielo azul apenas manchado por jirones de nubes. La chica conducía la Ford Escape con pleno dominio de su mundo y su vida. Era como un sueño. Él cantaba a media voz un tango dulzón y ocasionalmente hacía bromas que ella celebraba con un gesto encantador.
Te voy a llevar a un lugar donde no hay señal de telefonía, ni wifi, mi prima te quiere conocer, ella trabaja ahí, dice que arde en deseos de saludar a un ajedrecista profesional, no sé cómo veas, nos podemos quedar una semana o dos (por Caro no te preocupes, ella no tiene por qué saberlo), las cabañas están bien lindas y la comida es estupenda, puedes leer y escribir un poco, y olvidarte de este asunto de las competiciones, y estaré a tu lado para cuidarte y acariciarte el cabello hasta la saciedad y el hastío, aunque no creo saciarme de ello, sabes, tienes el cabello sedoso, me encanta acariciarlo, me escribirás algún poema, bajaremos a desayunar y yo me voy a bañar en la alberca, ya sé que tú no te vas a meter al agua, el pudor, ya se sabe, deberías ser un hombre normal, pero bueno —qué te diré—, si fueras un hombre normal no serías un tipazo y yo no andaría de sonsa perdiéndome contigo. ¿Sonsa? ¿Un tango? Cántamelo. Bailaremos. Sí, ya sé, no sabes bailar, pero yo bailaré para ti. ¿Los siete velos? Grosero. Y no me mires con esos ojos de pájaro, y por los veinte minutos que te tienen aterrorizado, no te preocupes, no me creas demasiado exigente, tú eres tan sabio y sabes muy bien lo que tienes que hacer para que yo nunca me vaya. Sabes, eres un grosero, a veces. Pero eres como un niño, mi niño hermoso. Cómo es eso que nunca te fijaste en la carnosidad de mis ojos. Sí, ya lo sé, no hay tal, me cayó un poco de espuma de jabón. Pero me encantas. Eres un hombre de símbolos y misterios: filipina blanca, rey de cristal, moño de Minie Mouse, pastelillos de chocolate, retrato a lápiz y versos de madera, y esa idea de besarnos frente a un manicomio… Tus fantasías son fresas y con cultura.
El aire de la montaña olía a pinos. Llevaban los cristales abajo y aspiraban con fruición el aire frío, vivificante. La joven estacionó la camioneta en el arcén, justo frente a un puesto de conservas donde además vendían jugo de piña.
El nítido campo se empezó a difuminar y el señor Linares vio sobre el tablero un caballo de rey mal ubicado a un costado. No lo dudó: lo capturó con el alfil de su avanzada y desbarató la estructura de peones del enroque de su adversario. Apenas se percató que dejó abierta una vía para la artillería pesada de su oponente que apuntaría directamente sobre los bastiones de su monarca.
Fue la ruptura en la línea Maginot.
El ajedrecista
Episodio VII
La chica condujo el vehículo por una larga avenida sombreada de framboyanes hasta donde se interrumpía frente a un vetusto edificio: el manicomio. Apartó con sus manos el bolso y lo empujó hacia el asiento trasero. Él la tomó del mentón y le dio un beso en los labios. Continuó besándola. La chica se abandonó al juego amoroso y con su mano izquierda empezó a acariciarle el cabello. Abruptamente se separó y salió del vehículo.
Él titubeó antes de abrir la portezuela.
—Vamos —dijo.
Las piezas pesadas de las negras tomaron la columna abierta, lanzaron una lluvia intensa de fuego y tomaron por asalto el centro del tablero. Peones y caballos coordinados por la espléndida dirección de la dama y el oblicuo filo de los alfiles despedazaron los bastiones del señor Linares, que impávido veía como su juego se reducía a un campo de batalla en sombras. El adversario anunció jaque mate en tres jugadas. El señor Linares no quiso jugar hasta el final. Le pareció humillante recibir un mate tan inesperado como fulminante. Inclinó su rey sobre el tablero y caballerosamente le tendió la mano a su oponente.
Luís Enrique estaba furibundo. Llamó a Von Fritz y manoteando le manifestó su desconcierto. Fue como si de pronto se hubiera evadido, dijo, estaba como hipnotizado, como si estuviera frente al tablero y al mismo tiempo sumergido en un mundo imaginario. O acaso el desvelo y la resaca terminaron por pasarle la factura. Von Fritz miró a la chica. Ella le brindó una dulce sonrisa y extendiendo sus manos a la altura del pecho hizo un gesto como diciendo vea pues.
La siguiente partida la pudo librar por tiempo. Lo salvó su maestría y sangre fría para batirse en retirada. Se encerró en un reducto del tablero y logró el empate por repetición de jugadas. Estaba herido de muerte, pero aún podía resolver situaciones sobre la marcha y en los límites del agotamiento. Todavía, con blancas, se dio el lujo de aplastar con el Gambito de Rey a su siguiente rival, pero ya no dio para más. Perdió al hilo las dos partidas subsecuentes y se retiró con un último empate con sabor a derrota.
Ni siquiera se quedó a la ceremonia de premiación.
Von Fritz lo vio salir acompañado de la muchacha. Amablemente le franqueó la salida y abordaron la Ford blanca. Se lo miraba fatigado.
—Es todo un caballero —dijo—. Y los caballeros tal vez conquisten a las damas, pero pierden en el ajedrez.
—Víctor Korchnoi —sonrió muy a su pesar Luís Enrique.
—No te puedo ganar una —respondió el teutón.
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