El sol de mediodía se reflejó en la filosa hoja del cuchillo, pegada como estaba a la piel del vencido. Un simple movimiento sería suficiente para cercenar el cuello, pero necesitaba saber cómo había sucedido. Al preguntar, el arma laceró su piel. El verdugo concedió un último deseo e inició su relato.
—La sangre me subía a la cabeza, las llagas en mis pies ya no dolían, mi cuerpo estaba entumido. La oscuridad se cernía incipiente en mis ojos. Extendí los brazos cual si fuera un águila para emprender el camino de la inmortalidad hacia el Mictlán.
Mientras remontaba el vuelo, divisé el latente corazón del eterno amante cuya llama jamás se apaga. En el horizonte, el ocaso del fuego de este día me invitaba a unirme a él. Hasta que la última gota de sangre me abandonara no me daría por vencido. Tus serviles hombres, pestilentes enfundados en rígidas y manchadas vestiduras, justificaban sus bestiales actos en nombre de un Dios amoroso que impusieron
a sangre y fuego.
El honor era ajeno a ellos. Cuando mi rostro cambió de color me dejaron caer desde lo alto de la ceiba para hacer burla de mi nombre. No lograron que implorara compasión. Obnubilados por el vino ingerido durante la tarde, reían mientras me izaban de nueva cuenta. El señor de la muerte se complació con el inesperado regalo. Tetlepanquetzal aprovechó el momento para liberarse y llevar a cabo nuestros planes, disminuido su número por la misma selva que nos fortalecía, las lanzas los reclamaron para entregarlos a su Dios.
¿Satisfecho? —Hernán Cortés asintió. Hábilmente, Cuauhtémoc lo degolló de un tajo ofrendando la sangre del vencido a Huitzilopochtli como acto solemne para marcar el renacimiento de la Nueva Tenochtitlan que sobrevive hasta nuestros días.
Eliannet Paola García Hernández
Villahermosa, Tabasco, México
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