José Gorostiza sonríe
Siempre me ha fascinado la figura hierática de José Gorostiza. Serio y sublime, observa caminar los tiempos decisorios de la imagen a través de sus lentes. Hombre de sonrisas parcas, los que podemos apreciar en las fotografías que adornan su iconografía aun por realizarse, no podemos menos de convalidarlo con otros poetas de su generación a los que tampoco vemos sonreír con facilidad. Pensemos en la perversa sonrisa de Novo, en la transfigurada de Villaurrutia. Los dos poetas tabasqueños del grupo sin Grupo no sonríen. Pareciera que viven en una seriedad infinita, proveedora de tolerancias igualmente infinitas
Pellicer es el otro que no esboza una sonrisa en ninguna de sus fotos. ¿Será que saben su importancia en la vida, por eso sonríen poco? Cuando José Gorostiza escribe Muerte sin fin, en 1939, tiene 35 años poco más o menos. A partir de ese momento, Gorostiza se vuelve el poeta difícil, de difíciles entornos, de sinuosas imágenes cruzadas.
El poeta se vuelve el poeta de las imágenes de Dios. Curiosamente, por si no nos hemos dado cuenta, Muerte sin fin está plena de guiños falaces de un humor controlado al máximo. Por ejemplo. Cuando el poeta dice:
Un desplome de ángeles caídos a la delicia intacta de su peso…
Sabemos que se refiere a la lluvia. La imagen es tan inocente que un niño de once años la interpretó de forma exquisita. Otro ejemplo, cuando concluye el poema con el consabido verso de la putilla del rubor helado, entendemos la propuesta de Gorostiza. El poeta nos muestra a un dios nada risueño. Dios-padre mata al género humano. Su hijo salva al género humano, eso no debemos olvidarlo. El Dios de los ejércitos de la Biblia es todo seriedad, todo ceño fruncido, todo adustez. En cambio, su contraparte, el diablo, es risa, pachanga, carnaval y fiesta. El diablo es detentador de la parte más rítmica del poema, desde que comienza con los tantanes.
Ahí descubrimos el momento encantador del poeta, cuando ríe. Dice Elena Poniatowska que los poetas mexicanos son bien lloroncitos. Se les da mucho la lágrima, menos la sonrisa. Todos se duelen de sus pasiones desmedidas. Pocos saben reírse de sí mismos. Aunque parezca que escribo un disparate me gustaría encontrar un poeta como aquel locutor que sonrió hasta el final de sus días, de quien no pudieron hacerse más chanzas porque lo mataron después de comerse una torta.
Invito al público a buscar la fotografía de un sonriente Gorostiza en la serie de fotografías aquí en el claustro de esta biblioteca del estado de Tabasco, José María Pino Suárez. Recuerdo una anécdota que me contó su hija Martha. Cuando fue embajador en Holanda le preguntaron cómo era ese país. Es un país muy extraño, contestó el poeta. Todos son protestantes, hasta los católicos. Y todas las mujeres son feas, hasta las bonitas.
Muerte sin fin tiene un humor raro, exquisito, pleno de los alardes gorosticianos como el de la anécdota anotada más arriba. En otro momento, cuando comienza a enumerar como van destruyéndose los diversos reinos –mineral, animal, vegetal– se impone el recuerdo de aquella canción infantil que hizo las delicias de nuestra niñez:
GOROSTIZA
Al animal, la planta,
a la planta, la piedra,
a la piedra, el fuego,
al fuego, el mar,
al mar, la nube,
a la nube, el sol…
CANCIÓN INFANTIL
Estaba la rana sentada,
comiendo castañas
debajo del agua…
Así, mezclando la plena erudición con el lenguaje cotidiano, es como Gorostiza formó este poema. Me gusta este punto de la obra gorosticiana en el que poco se reflexiona. Hay más sonrisas que risas declaradas dentro del poema, un ácido humor mucho más amplio que en otros momentos de la poética de Gorostiza.
Pensando en su primer libro, Canciones para cantar en las barcas, nos damos cuenta de que son sólo imágenes, imágenes de barcos, de nubes, de horizontes, de naranjas, de grillos, de luces, de faros. Este primer libro acude a la descripción que se esconde tras el rostro de la imagen. El humor no aparece sino como una máscara sutil que se adelgaza a medida que la brevedad de los poemas se acentúa.
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