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Foto del escritorPalabra Infinita

La madre culpable, diáfanas culpas - Vicente Gómez Montero



En la obra de teatro La madre culpable de Beaumarchais asistimos a la diáfana imagen de la culpa. Una madre cede a los requiebros del seductor engendrando un hijo de otro padre. El marido, que sospecha, mantiene una lejanía perversa con su familia. Él también tiene una pupila a la que ama con toda su fuerza, hija de unión clandestina.


Los esposos tienen un hijo dentro de su matrimonio de una persona ajena. El intrigante, que nunca falta, además un ser despreciable, irlandés por más señas, Beggears, sabe los dos secretos y se mantiene en la casa adulando al esposo imbécil, consolando a la esposa culpable. Tiene planes para los hijos. El muchacho a la guerra, esperando que ahí sea muerto. La muchacha para casarse con él para heredar la cuantiosa fortuna.


El espectador tiembla ante las maldades del intrigante, digno émulo de Molière, en su obra Tartufo. Aquí aparece el salvador de la familia, el intrigante benigno, el que tiene doble mano, y la complicidad de la esposa para vencer al maldito irlandés, el viejo conocido de dos obras anteriores de Beaumarchais, el criado Fígaro.


Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais fue un dramaturgo francés, famoso sobre todo por sus obras de ambiente español El barbero de Sevilla y Las bodas de Fígaro. La obra en comento es la tercera parte de la saga donde el criado enredador salva a su

amo el conde de Almaviva, el noble, lento en comprender, astuto para la maldad, sinuoso y mujeriego. Los cuatro personajes maravillosos de Las bodas de Fígaro reaparecen en esta comedia que cierra la trilogía. Reaparecen maduros, tristes, nostálgicos por las vicisitudes que empañan su vida. Los esposos no resistieron el paso del noviazgo a la vida en común.


Ya en la segunda parte de la trilogía, Las bodas…, Almaviva se hace pasar por un señor noble y considerado eliminando el derecho de pernada, que implicaba que, en la noche de bodas del súbdito, el señor feudal entraba primero a la alcoba nupcial. Extrañamente, el conde de Almaviva quiere recuperar este derecho con la prometida de su criado fiel que le ayudó a casarse con la dulce Rosina en la primera parte de la trilogía. Fígaro.


Claro, en Las bodas… Fígaro hace todo para embrollar, distraer, confundir y trastocar los planes del conde y sus aliados. Volvemos a ver al doctor Bartolo, celoso pues el conde y Fígaro le robaron a Rosina; la criada Marcelina, enamorada malamente de Fígaro y por ello pretende anular su matrimonio; y Basilio, el maestro de música que es un vulgar metiche.


Los cuatro buscan impedir el matrimonio de Fígaro con la doncella de la condesa, la otrora Rosina, Susana. Comedia de enredos, de confusiones, de travestismo, de consolidada risa, Las bodas de Fígaro consuma el ideario donde la astucia del criado es mayor que la del conde. Beaumarchais, en su humildad, supongo, no aceptó que esta comedia, específicamente, fue el detonante de la Revolución francesa. Demostrar que los amos son muy tontitos, que los criados son hábiles y divertidos, es el aporte intelectual del dramaturgo. Aprovechándose de la escena, el dramaturgo Beaumarchais desnudó a la podrida sociedad, a la realeza y a los estados recién aparecidos en la escena política.


La realidad es que la obra Las bodas de Fígaro fue prohibida en Francia y en varios países. Todo esto se trata sucintamente en la cinta Amadeus, de Milos Forman. Volvamos a La madre culpable.


Convertir sus personajes, eminentemente cómicos, emanados de la Commedia del’arte, en dramáticos actores de un universo en decadencia – la obra pasa ya en Francia, al poco tiempo de consumada la Revolución francesa – que sufren por el error de juventud. Los esposos se acusan malamente por los hijos del adulterio, el

intrigante espera el momento oportuno para apropiarse de la fortuna y los criados leales, Fígaro y Susana, defienden a sus amos de la maldad de Beggears.


La obra ofrece un tono nostálgico, lejos de la risa inveterada de El barbero de Sevilla o de la risa loca de Las bodas… Pasó la época de la comedia, de la que se ríe de las ocurrencias de la juventud. Estamos en el tiempo de las lágrimas, la sonrisa apenas

insinuada, el rostro arrobador. Los hijos, Florestina y León, son una pareja joven de nobles sentimientos.


La condesa, la Rosina confabulada con el criado enredador, ahora cede a los planes del villano. El conde es un títere en manos del irlandés. Sólo Fígaro no baja la guardia. Está alerta, descubre los planes y lucha para impedirlos. Ágil, alerta, hurgando detrás de las cortinas y los pasillos, tiene la carta final bajo la manga. Ahí viene la estrategia dramática del autor. Mantiene el suspenso durante toda la obra. Al llegar el final, el espectador salta en su butaca pues no era lo esperado.


Solo un gran artista como Beaumarchais pudo lograrlo.

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