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LA PALABRA VIAJERA - Lo que queda después de no dejar nada - Francisco Barrios


Uno de mis étimos favoritos del latín es el verbo linquere. Este latinajo sigue en circulación —en este latín tropicalizado del s. XXI que, a falta de un nombre mejor, llamamos sencillamente “español”— en dos palabras que son pretexto y pórtico de esta nota. Antes de proseguir ¿serían tan amables de conjeturar el significado de este verbo pensando en cualesquiera palabras que se les ocurran o se parezcan? No, las búsquedas en internet están prohibidas por el momento, pero el oído puede ser de gran ayuda en este caso.


La primera de ellas es el verbo “delinquir”. Si bien delinquere existe en latín como verbo, esta palabra está formada a su vez por el prefijo latino de- que significa “separación”, “negación” (como en la palabra demencia) o bien era utilizado para indicar un movimiento que ocurría de arriba a abajo (como en el verbo decapitar), y el verbo linquere que significa “dejar”, “abandonar”. En este sentido “delinquir” sería LA PALABRA VIAJERA Lo que queda después de no dejar nada el “no dejar”, ya sea evocando un hurto (y esto haría del robo el delito por antonomasia) o bien el espíritu propio de los delincuentes que aspiran a no dejar rastro alguno de sus delitos.


Aunque, como bien nos lo recuerda Sor Juana al dirigirse a Silvio, “delito” también es cualquier cosa reprobable:


Yo bien quisiera, cuando llego a verte, viendo mi infame amor, poder negarlo; mas luego la razón justa me advierte que sólo se remedia en publicarlo; porque del gran delito de quererte, sólo es bastante pena, confesarlo.


(El subrayado es mío. Para el interesado o interesada en los cuartetos faltantes de este soneto, el título es: De amor, puesto antes en sujeto indigno, es enmienda blasonar el arrepentimiento). La segunda palabra en español que tiene por raíz el verbo linquere es “reliquia” o bien “relicario”; sin embargo, el prefijo que entra en acción esta vez es re- que significa “de nuevo” (como en recordar) o que señalaba una acción efectuada hacia atrás o antes (como en redactar que, en la forma entendida por los romanos, requería poner en orden ciertos materiales de manera previa). Así, “reliquia” proviene directamente del latín reliquiae, “lo que queda atrás”, ya sea que se trate de las sobras de la comida, la basura de los asentamientos humanos, los restos del difunto o sus cenizas, y aun los sobrevivientes de una batalla.


El verbo latino relinquere —que desafortunadamente no sobrevivió hasta nuestro días más que en los dos derivados anteriores— significaba “dejar atrás”, y escribo “desafortunadamente”, pues como fácilmente se desprende del hecho que los latinos tuvieran una palabra para designar a tal actividad (mientras nosotros ya no) bien cabe preguntarnos de dónde nos viene esta herencia, tara o atavismo por aferrarnos a las cosas, a las situaciones, y aun a las personas que deberíamos dejar atrás para que no nos pesen o se conviertan en un lastre. Si bien existen testimonios de reliquias apreciadas por los antiguos griegos —por ejemplo, la tumba del malhadado Edipo servía proverbialmente de protección a Atenas—, prácticamente no hay testimonios que les confirieran a éstas valor alguno que no fuera tutelar.


Plutarco (sí, el autor cosmopolita de Vidas paralelas) que nace, vive y muere ya en nuestra era, menciona distintos “traslados” de reliquias (por no decir “sustracciones” o, francamente, “robos”) entre distintos pueblos de la península helénica con la veneración de las mismas como pretexto. Para el s. II de nuestra era, Pausanias describiría que los huesos del poeta Orfeo (sí, el que rescató a Eurídice de los infiernos mitológicos antes de perderla para siempre) tenían poderes proféticos y eran parte de un ritual onírico en la ciudad de Díon que atraía a cientos de peregrinos deseosos de soñar el futuro.


Aquí vemos ya el espíritu que movería, menos de un siglo y medio después, a la emperatriz Helena de Constantinopla a buscar las reliquias de la Vera Cruz en Tierra Santa, así como a toda una caterva de mercachifles y buhoneros que recorrerían las cortes medievales de Europa ofreciendo manos, dedos, piernas, ojos, lenguas, y dientes de santos; sin olvidar al Santo Prepucio, una de las pocas reliquias asociadas con Jesús, del que llegaron a circular durante la Edad Media hasta 14 ejemplares del mismo identificados como tal.


¿Fue la adopción de estas costumbres mnemónicas lo que habla de nuestro gusto por sujetarnos a algo, una imagen, un rizo de cabello, dientes de leche y casi cualquier cosa que nos vincule al ayer como si pudiéramos guardarlo en un relicario? No lo sé, pero quede de ejercicio preguntarse e identificar las reliquias (en un sentido religioso o no) más célebres de nuestro país. Yo empiezo: la tilma de san Juan Diego con la imagen de Tonantzin-Guadalupe...



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