Carolina Toro Castillo
San Luis Potosí, México
Todos nacen sabiendo
Ramona dormitaba en una extraña postura cuando arremetió un dolor más fuerte que los anteriores, el hijo inoportuno anunciaba su determinación de empujarse al mundo. Ella no tuvo miedo. Sabía que su pena como madre había empezado con la espera lenta y difícil, cuando su cuerpo rechazó el alimento, dolió la espalda, creció el cansancio, y su marido se apartó.
Clemente conoció la noticia hace unos meses. Estaba cenando cuando su mujer se lo dijo. Él se levantó de la mesa con una gran carga de agobio, mostrando su molestia. Al tiempo que soltaba un insulto descargó su irritación en la cara de Ramona con la mano abierta. Días después trató de provocarle un aborto; pero el hijo, que para esas fechas parecía un caballito de mar en el vientre de su madre, resistió todo.
Ambos evitaban siempre hablar de su futura paternidad.
La noche del parto, Clemente abrió los ojos al escuchar un quejido que Ramona no pudo silenciar; pero siguió haciéndose el dormido. Después fingió despertar con los espasmos de su mujer que se transferían a la cama, convertidos en movimientos y rechinidos frecuentes. Se levantó y vistió desviando la mirada, ella hizo lo mismo. Caminaron hacia la carreta que usaba para trasladar el cilantro.
—Mejor dile que venga, Clemente, no me puedo mover.
—No va a venir. No le dimos adelanto.
Cuando estuvieron arriba los dos, le soltó a la mula el fuetazo que no se atrevía a darle a Ramona. La carreta bailaba mucho y el camino de grillos se hizo más largo y más torcido que de costumbre.
Al llegar, Clemente golpeó la puerta hasta que salió la partera, estaba despeinada y llevaba una mañanita encima de la bata. Los miró con desagrado, pero los hizo pasar. Ayudada por los dos, Ramona llegó con gran dificultad hasta un cuarto donde eran atendidas las parturientas. Elvira le indicó que se recostara en la cama y dispuso todo ignorando los gemidos. Trajo baldes llenos de agua y unos trapos que tal vez cuando nuevos fueron blancos. Acomodó todo en una mesa junto a la cama, pausadamente, moviéndose como un buque en aguas quietas.
Después de un rato de labor, Clemente escupió en el suelo la hoja que mascaba. Se asomó al cuarto y vio a su mujer padeciendo en una posición lastimosa, sudando, con la cara transformada en una mueca grotesca por el dolor. Acostumbrado a entenderse con los demás con la mirada y muy pocas palabras, creyó que sus intenciones eran interpretadas por Ramona, mantuvo su mirada temblorosa unos segundos; pero ella no le prestó atención. Volvió a ponerse el sombrero y salió.
Al cabo de mucho esfuerzo Ramona dio a luz una niña. Era más chiquita que otros críos que Elvira había visto nacer. Limpió a la niña en un santiamén, como quien lava un traste y se la entregó a la madre que la miraba con más miedo que ternura.
—Está llorando mucho, Elvira — dijo asustada.
—Pos tiene hambre, dale.
—Pero ¿Cómo le hago?— La voz se le apagó con las ganas de
llorar de tanta lástima que sentía por ella y su hija.
—Nomás pégatela, a mamar todos nacen sabiendo.
Ofreció el seno hinchado a la niña, que desesperada movía la cabeza de un lado a otro buscando alimento. El llanto era cada vez más fuerte, pero cuando la niña logró asirse al pezón, que parecía un higo maduro, el silencio trajo alivio para las dos. Al terminar, Ramona cerró los ojos y durmió de cansancio y hambre o se desmayó, quién sabe. Cuando despertó ya se oía el trajín de la cocina.
— ¿Dónde está tu marido?
—Orita viene, seguro fue por las gallinas,
se le olvidaron con las prisas. Si quiere lo voy
a buscar pa´que le pague, no sea desconfiada Elvira.
La niña empezó a llorar. Tenía hambre de nuevo.
Elvira sí era desconfiada, recordó que meses atrás estaban dispuestos a pagar el aborto y sintió coraje, pero luego se compadeció de la recién parida, le colocó vendas alrededor de la cintura y ofreció una ropa usada para cubrir sus partes íntimas.
—Anda a buscar al Clemente; pero la niña se queda y aunque se desgañite de llorar, nadie la va a cargar y acuérdate que aquí tampoco hay comida para ella—. Esperaba que con eso se le despertara la urgencia.
Cuando abrió la puerta que daba al corral, el sol embistió los ojos de Ramona, ella se acomodó el rebozo doblado en la cabeza para amainar el calor que desde ese momento picaba en todo el cuerpo. Dio unos pasos para acostumbrarse a los zapatos que parecían cambiar de tamaño a diferentes horas, según diera reposo a los pies.
Al deshacer el camino que horas atrás recorrió con su hombre, recordó que no siempre fue desdeñoso como en los últimos meses y aquellos momentos le dieron ánimo para andar. Cuando las piedras del llano se tornaron de un verde luminoso, se detuvo junto a un árbol, a la espera de algún jornalero que pudiera convidarle agua, nadie pasó. Sin embargo, la esperanza creciente de hablar con su marido y rescatar la intimidad que tenían cuando comenzaron a vivir juntos, le ayudó a continuar. El sudor bajaba por el cuello y entre los senos, que cargados de leche, mojaban la parte frontal de su vestido; avanzó, distrayendo la sed y el calor con las ansias de llegar.
Pensaba decirle “vámonos, Clemente, tú y yo, solos”. Ya le parecía mirarlo trabajando el arado, moviendo la mano para saludar desde lejos, sonriendo; pero él no estaba.
Clemente llevaba más de cuatro horas de camino, rumbo al norte. Traía consigo algo de ropa y el dinero ahorrado en los últimos meses, lo que más pesaba era el sentimiento de culpa; pero lo desechó al pensar que Ramona era una mujer joven y trabajadora, de esas que saben abrirse paso en la vida.
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