Por qué deberíamos jugar ajedrez…
«Más que un juego o una ciencia el ajedrez es un arte. Quien llega a dominar el arte exquisito de sus combinaciones y adentrarse en la solución tan interesante de sus problemas, goza de una sensación estética tan saludable y tan emotiva como la que produce una hermosa sinfonía o la contemplación de un modelado o de una pintura de mérito.»
Rogelio Sotela Montagné
Desde muy joven he sido aficionado al ajedrez. La leyenda urbana sostiene que soy muy bueno en este deporte. En verdad no es del todo así. Soy un jugador más bien inconsecuente y mi estilo de juego es defensivo (pusilánime dice mi maestro Von Fritz, el alemán). Me inclino más por la estrategia que la táctica. Creo que mis adversarios son derrotados —cuando alguna vez esto sucede— por el tedio y el desaliento. Además suelo utilizar con cierto buen éxito los aspectos psicológicos del juego.
Acostumbro orillar a los jugadores hacia posiciones que les desagradan. Por eso, cuando enfrento a un jugador por vez primera, a menos que sea muy maleta, por lo regular me gana. Porque no lo conozco. No sé su estilo de juego, qué le gusta o qué le desagrada y no lo puedo llevar por esas galerías y pasillos donde presas del enojo o el fastidio son más vulnerables y termino aplastándolos sin misericordia. De este modo he podido derrotar a jugadores técnicamente muy superiores a mí.
Este aspecto psicológico del ajedrez lo empecé a explotar cuando en un libro de Fred Reinfeld leí que el GMI Emmanuel Lásker además de ser un extraordinario jugador era un tipo de lo más marrullero. Por eso ha pasado a la historia como el Campeón Mundial que retuvo el cetro durante más tiempo. Hasta que llegó Capablanca. En ese libro de Fred Reinfeld, “Por qué pierde usted en el ajedrez”, una obra que parece haber sido escrita especialmente para mí, analicé muchas partidas de Lasker. Este señor, Reinfeld, es muy didáctico y explica muy bien cada jugada, y pude apreciar cómo el gran Lásker se embarcaba en líneas de juego inferiores tan solo para desestabilizar a sus oponentes. Si este era muy impetuoso le abría el juego para que se lanzara al ataque desde las primeras jugadas y después destrozarlo anímicamente con una férrea defensa y un brutal contragolpe.
Siempre jugué de manera informal. Solo participé en tres torneos (de aficionados, naturalmente), y no lo hice mal, después de todo. De algún modo, esto queda plasmado en mi cuento largo, «El ajedrecista.» En esas notas describo a un ajedrecista en las últimas, un tanto cuanto donjuanesco y borrachón, que perdido entre las brumas del alcohol juega su última batalla antes de ser recluido en un manicomio. No estoy seguro de que esto último haya quedado lo suficientemente claro.
El último de estos torneos lo jugué tan mal que no estuve ni entre los tres primeros lugares. Fue tal el impacto psicológico de este evento que no volví a jugar ni quise saber nada del ajedrez hasta que con los años empecé a notar que mi memoria ya no era la misma, y había perdido concentración en el ejercicio cotidiano de la lectura, sin hablar de las facultades físicas que también van disminuyendo con el paso del tiempo. Es público y notorio que jugar ajedrez estimula la capacidad de análisis, fortalece la creatividad y la imaginación, entrena la memoria y promueve el espíritu deportivo y mejora el estado de ánimo en general. Fue por ello que decidí volver a ejercitar el juego ciencia. Reviso partidas, juego contra el ordenador y entreno con el despiadado teutón y así vamos comprobando que ya me siento mejor, más nuevo y dueño y señor de todo aquello que por descuido he ido perdiendo.
Mi memoria recupera su elasticidad y vuelvo a leer como antes, cuando la edad no me imponía tantos límites. Escribo un poco mejor, y disfruto más de la vida. Y así vamos viviendo, poco a poco, golpe a golpe, verso a verso, jugada a jugada.
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