El ajedrez es un juego serio
En 1975 Anatoly Kárpov accedía al campeonato mundial de ajedrez sin enfrentarse a Bobby Fischer, quien tres años antes había derrotado en singular batalla a GMI Boris Spassky, en Reikiavik, Islandia. Ya para entonces el gran campeón norteamericano empezaba a dar muestras de insania. Con todo, no se veía, en el panorama ajedrecístico mundial, quién pudiera hacerle sombra. Para Robert Fischer el ajedrez era la vida, pero más bien fue siempre una peligrosa obsesión.
Su inestabilidad emocional lo llevó a exigir cambios en la reglamentación del torneo mundial. Propuso que se declarara ganador a aquel que lograra 10 victorias. Pero exigió que el campeón fuera Kárpov si ganaba diez partidas, y él en cambio lo sería con solo ganar nueve. Naturalmente que la FIDE rechazó estas pretensiones, y —en abril de 1975— declaró campeón mundial a Anatoly Kárpov, desconociendo a Fischer.
En aquellos años maravillosos, con doce años de edad, yo había aprendido a jugar ajedrez en una enciclopedia. Me llamó la atención el título del capítulo: «El juego ciencia.» Por primera vez, en imágenes, vi las piezas de ajedrez, dispuestas para una partida. Me parecieron de un encanto irresistible. Abismado en aquellas maltratadas páginas, aprendí las reglas del juego, los movimientos de cada pieza, elaboré un tablero con cartulina y dibujé las figuras, las recorté y las pegué en pequeños círculos de cartón. Habiendo aprendido la notación descriptiva, con este rudimentario tablero, me dediqué a reproducir las partidas que venían en el libro. Fue a esa edad que descubrí la más hermosa partida de todos los tiempos —«La inmortal», jugada entre Adolf Anderssen y Lionel Kiezeritzki— y me enamoré perdidamente del llamado juego de reyes y rey de los juegos. Naturalmente que, en mi entorno; familiares, amigos y conocidos, no creían en absoluto que yo supiera jugar ajedrez. Nadie sabía distinguir entre un peón y un alfil, por qué habría de saberlo yo. Además, se suponía que el ajedrez es un juego para gente grande, seria, educada y muy inteligente. Por supuesto, me lo decían de una manera más gráfica:
—Estás pendejo, qué vas a saber jugar ajedrez.
De modo que mientras yo andaba jalando mi tablero de cartón, jugando un poco a las escondidas, a través de la TV nos llegaban ecos de los maratónicos encuentros entre el campeón del mundo y Víctor Korchnoi. La atmósfera formal que rodeaba los encuentros no nos permitía vislumbrar lo que pasaba más allá de la escaqueada lisa.
El niño mimado del Kremlim, Anatoly Kárpov, había superado a Korchnoi en el torneo de candidatos, celebrado en Moscú (1974), y este último, ante la prensa declaró sin tapujos que su derrota se debía a las intrigas de las autoridades soviéticas. Según esto, el Comité de Deportes y la Federación Rusa de Ajedrez habían favorecido a Kárpov quien contó con un equipo de grandes maestros, entre ellos dos grandes maestros de la talla de Tal y Geller. Algo había de cierto en su alegato, habida cuenta de que sus ayudantes (Smyslov y Bronstein), por esas fechas, fueron enviados a competir al exterior. La idea de Korchnoi se basaba en que Anatoly Kárpov no sólo era miembro del partido comunista, sino que además era veinte años más joven que él y, por lo tanto, desde las perspectivas del partido y la Unión Soviética, tendría una mayor proyección a futuro. «Yo, en cambio, soy ruso por adopción y judío de origen», dijo el terrible Víctor. No olvidemos que estábamos en plena guerra fría y para los rusos la supremacía ajedrecística era un asunto de estado.
Vino entonces el encuentro que Fischer se reusó a celebrar y Kárpov accedió al cetro mundial sin mover una sola pieza sobre el tablero. Para esto, a mediados de 1976, Víctor Korchnoi, después de un torneo celebrado en Amsterdam, que por cierto lo ganó de manera brillante, solicitó asilo político y escapó de la Unión Soviética. Suiza le concedió asilo. Fue así como bajo la bandera helvética, Víctor Korchnoi, sobreviviente de la batalla de Leningrado, ganó el torneo de candidatos aplastando a toda la maquinaria rusa y en 1978, en Baguío Filipinas se enfrentaba nuevamente, tablero de por medio, a su némesis: Anatoly Kárpov.
De todo esto me enteraba a medias porque había un programa deportivo dirigido por José Ramón Fernández, en el canal 13, que más tarde pasó a ser IMEVISION y hoy es TV Azteca, en el que hablaban de futbol, box, atletismo y demás disciplinas deportivas, y al final reservaban un minúsculo espacio para dar noticias de ajedrez. Los domingos por la tarde me chutaba todo el programa con tal de ver la parte final donde informaban sobre el panorama ajedrecístico mundial. El match de Baguío lo ganó Kárpov con apenas un punto de ventaja. Seguí la contienda a través de la televisión y notas dispersas en la prensa deportiva. Debido a la atmósfera formal, seria y caballerosa que rodeaba al encuentro, lejos estábamos de suponer que este encuentro fue uno de los más escandalosos de toda la historia del ajedrez mundial. En occidente, la figura del exiliado Korchnoi cobraba especial relevancia, y (al igual que en 1972) la contienda por el campeonato del mundo invadía la esfera política.
El equipo de Victor Korchnoi lo integraban tres maestros, los ingleses Michael Stean y Raymond Keene, y el israelí Jakob Muray; y el argentino Oscar Panno que se incorporó con el duelo ya comenzado. Korchnoi llegó acompañado de su secretaria privada la suiza Petra Leeuwerik, sobreviviente de un campo de concentración en Siberia. En tanto, el plantel soviético sumaba más de 20 personas. Lo encabezaba el Coronel Baturinsky, seguido por los maestros Balashov, Zaitsev y el legendario Mikhail Tal. Junto a ellos, médicos, preparadores físicos, cocineros, parapsicólogo, guardaespaldas y varios integrantes del servicio secreto del KGB. Sí, leyeron bien, en el equipo del campeón del mundo venía un parapsicólogo: Vladimir Zukhar. Si este encuentro se hubiera celebrado en los tiempos de la Rusia imperial hubieran cargado hasta con Rasputín. Era la guerra.
El primer desencuentro entre ambas delegaciones sucedió justo antes del comienzo de la primera partida, cuando el árbitro dispuso la utilización de las banderas representativas de cada jugador sobre la mesa de juego. Como todos sabemos, en las competencias internacionales, el decorado del escenario se completa con las sillas, el tablero, las piezas, el reloj, las planillas, y las banderas, además de un tablero gigante donde se van mostrando las jugadas. La protesta de los soviéticos se fundaba en la negativa de que Korchnoi utilizara la bandera suiza, ya que no había cumplido con los requisitos de antigüedad para lucir esa ciudadanía.
—Sólo puedes jugar con una bandera blanca, o con la leyenda «Apátrida» —le hicieron saber al aspirante.
—Ok, será blanca —respondió el terrible Korchnoi—. Pero con la leyenda «Yo me escapé».
Lothard Schmid, el árbitro del encuentro, por esas contingencias que tiene la vida, era el mismo que había conducido el match Fischer – Spasky. Había lidiado con los arrebatos del genio travieso y por lo mismo esta situación no lo tomó por sorpresa. Decidió salomónicamente que no se utilizaría bandera alguna sobre la mesa de juego.
Empezó el match y las cuatro primeras partidas fueron tablas. Kárpov era un tipo delgado, un tanto cuanto pálido, de ojos verdes y mirada penetrante.
A Víctor Korchnoi le incomodaba que el campeón lo mirara fijamente en el transcurso de la partida porque absurdamente argumentaba que había en esa mirada alguna suerte de poder hipnótico que lo hacía perder la concentración y por ende estaba jugando mal. Hizo todo un alegato que no tuvo éxito porque el árbitro se mantuvo en sus trece, en virtud de que no hay una regla que impida a un jugador mirar a su oponente.
Los anteojos de Korchnoi
A partir de la quinta partida, Víctor Korchnoi jugó llevando unos lentes espejeados que le devolvían la mirada a Kárpov y le molestaba con las luces del escenario. Ahora la protesta vino de la delegación soviética, pero Lothard Schmid no encontró entre las reglas del juego ciencia, alguna que impidiera a alguno de los contendientes jugar con anteojos.
Ya para la octava partida, Kárpov, que ya estaba hasta la coronilla, se negó a estrechar la mano de Korchnoi. El aspirante montó en cólera y se quejó nuevamente con el árbitro. Lothard Schmid, haciendo gala de una paciencia franciscana, le hizo ver que tampoco el saludo protocolario estaba establecido en el reglamento internacional de ajedrez. Llamó a los dos contendientes y les pidió lo imposible a estas alturas de la contienda:
—Compórtense como caballeros.
Korchnoi casi pierde los estribos. Furibundo declaró que, a partir de ese momento, y en las partidas subsecuentes, no le dirigiría la palabra al campeón. Esa partida la perdió Korchnoi. El match iba 1 – 0 a favor de Kárpov, con 8 empates.
Anatoli Kárpov es un jugador estratégico. Una mezcla de Capablanca y Nimzowitch. Sus cálculos tienen la precisión de una computadora. Para describir su juego diré que despliega sus piezas de tal manera que mata de asfixia a sus oponentes. Es como una boa constrictor. Lleva el tema de la restricción hasta los límites de la perfección. Pero tiene un punto débil. Su fragilidad física. Un match lo debe resolver en las primeras quince partidas. A partir de ahí el cansancio hace mella en él. Por ello se entiende que en las siguientes partidas del match contra Korchnoi uno de sus asistentes le hacía llegar un vaso de yogurt. Cada día uno. De diferentes sabores. A estas alturas, por ambos bandos, la paranoia estaba a todo lo que daba. Víctor Korchnoi elevó una enérgica protesta, una más, arguyendo que los distintos sabores del yogur llevaban mensajes cifrados para el campeón del mundo. «Un yogur de durazno, puede indicar que ataque, uno de fresa puede sugerir que ofrezca tablas o alguna otra indicación, y así con los otros sabores». Ante esta delirante protesta, el árbitro autorizó que solo le llevaran al campeón, todos los días, yogur del mismo sabor, y en el mismo horario cada día.
Kárpov disfrutando su yogur, ante el reclamo de Korchnoi
Pero faltaban los fenómenos paranormales.
Con la delegación de Kárpov venía un parapsicólogo de la KGB, el Dr. Vladimir Zhukar. Todos los días ingresaba a la sala de juego y tomaba asiento en la segunda fila, en diagonal al escenario, desde donde visualizaba perfectamente la cara de Víctor Korchnoi. Ahí permanecía todo el tiempo hasta que terminaba la partida. Cuando Korchnoi descubrió al parapsicólogo en la sala demandó que fuera trasladado más allá de la séptima fila. En contra partida, en el undécimo juego se presentó en la sala, otro profesional, el doctor Berginer (psicólogo personal de Korchnoi). Ese día el retador consiguió su primera victoria igualando el cotejo1 a 1. Al día siguiente la delegación soviética desplegó un grupo de agentes del KGB se sentaron alrededor del doctor Berginer, molestando su visión del escenario. Algo más debieron haber hecho porque tres días después, el psicólogo abandonó atemorizado la ciudad. Inmediatamente Zukhar regresó a las primeras filas y Karpov hilvanó tres victorias, ganando los juegos, 13, 14 y 17. El match estaba 4 a 1 y Kárpov solo necesitaba dos victorias para retener el título.
Dispuesto a ganar la contienda en el terreno de lo paranormal, Korchnoi llamó en su auxilio a Didi y Dada, dos integrantes de la secta Ananda Marga, que llegaron a la sala de juego vestidos con túnicas naranjas y lanzando frases en un dialecto desconocido. El parasicólogo ruso salió disparado del lugar, y Korchnoi volvió al triunfo. El match estaba 4 a 2. La delegación soviética no se amedrentó. Presentó un escrito en el que acusaban a los yoguis de ser sospechosos de asesinatos. La policía filipina les prohibió, entonces, el ingreso a la sala. El desconcierto lo aprovechó Zukhar para colarse nuevamente hasta las primeras filas, y la partida 27ª se definió a favor de Kárpov, quien ahora vencía 5 a 2. Ahora estaba a una sola partida de retener su campeonato.
Didi y Dada
Didi y Dada fueron puestos en prisión domiciliaria. Korchnoi los refugió en su hotel, con su delegación. Con ellos practicaba yoga, ejercicios de meditación y se preparó especialmente para remontar el marcador. Verdad o ficción, pero a partir de ese momento el aspirante ganó de manera consecutiva los juegos, 28°, 29° y 31°. Ahora el duelo estaba igualado en 5 victorias para cada uno. Los soviéticos estaban desesperados. En la siguiente partida Korchnoi llevaría las piezas negras. Su equipo de asesores le sugirió que cerrara líneas y buscara el empate, para en la siguiente, conduciendo las piezas blancas, jugar a ganar. Ya Kárpov acusaba síntomas de cansancio. Y aquí sucedió lo que empañó el campeonato. Envalentonado, Víctor Korchnoi decidió jugar una novedad teórica de la defensa Pirc, que había preparado con años de antelación. Se supone que esa variante solo él y su equipo la conocían. Pero al día siguiente Anatoly Kárpov jugó con naturalidad y ganó la partida y retuvo el campeonato del mundo. Alguien había traicionado a Korchnoi.
Ajeno a todo esto, un niño, con un rudimentario ajedrez de cartón, reproducía las partidas de estos dos gigantes del juego ciencia en las tardes calurosas del Caribe.
César Augusto
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