Ajedrez y literatura
(Parte I)
Hay en mi biblioteca una buena cantidad de obras ajedrecísticas. “El jugador completo de ajedrez”, de Fred Reinfeld. El mejor libro de ajedrez que jamás haya leído, “Ajedrez lógico”, un completísimo estudio de treinta y tres magníficas partidas analizadas jugada a jugada con estilo sencillo, didáctico, claro y preciso por Irving Chernev. Dos biografías de José Raúl Capablanca, con sus mejores partidas. Un libro de Harry Golombeck con otra colección de cincuenta partidas magistrales. Cien celadas de apertura, dos estudios de la Defensa Siciliana, uno del "Gambito de Rey", un libro que parece haber sido escrito especialmente para mí, “¿Por qué pierde usted en el ajedrez?” y una colección incompleta de revistas "Ocho por Ocho" (publicación española para el estudio del juego ciencia).
Hubo un tiempo en que dediqué mucho tiempo y esfuerzo al estudio de este noble juego y puedo decir que el ajedrez, más que jugarlo lo he estudiado, poco y mal, como todo lo que yo emprendo. Pero este maravilloso juego me brindó momentos de dulce alegría. Durante mi vida de ajedrecista aficionado gané dos torneos y perdí estrepitosamente el tercero. Algún día escribiré al respecto, especialmente sobre el último que, no obstante la derrota, fue inolvidable.
—El ajedrez y la vida…—suspira Indira de los Santos.
Estamos en la biblioteca. La joven escudriña en las hileras de libros hasta encontrar la selección que le he mencionado.
—Además de Cervantes, Mikhail Botvinik y, recientemente, Garry Kasparov compararon la vida como el ajedrez. El ogro de Bakú escribió un libro titulado «De como la vida imita al ajedrez».
Recientemente vimos en Netflix la serie «Gambito de Dama». Nadie pareció hacerme caso cuando señalé lo que a mí me pareció un anacronismo: la fugaz aparición de esta obra en las manos de Beth Harmon. En los tiempos en que se desarrolla la historia, Kasparov aún no había nacido. Después se supo que El Ogro de Bakú había asesorado al guionista, y a fin de cuentas, esta suerte de cameo fue un homenaje al gran maestro azerbaiyano.
—El ajedrez es más que un juego —concedió Indira.
Tomé un libro de uno de los estantes. Busqué entre sus páginas hasta encontrar un párrafo que leí a continuación:
—«…¿Pero no se comete una falta de empequeñecimiento humillante con sólo tildar de juego al ajedrez? ¿No es también una ciencia, una técnica, un arte, algo que se cierne entre estas categorías, como el ataúd de Mahoma entre el cielo y la tierra, una trabazón única entre todos los contrastes: antiquísimo y eternamente joven; mecánico en la disposición, y, sin embargo, eficaz solamente por obra de la fantasía; limitado en el espacio, geométricamente fijo y a la vez ilimitado en sus combinaciones; desarrollándose de continuo y no obstante, estéril; un pensar que no conduce a nada, una matemática que nada soluciona, un arte sin obras, una arquitectura sin sustancia, y sin embargo, evidentemente más duradero en su existencia y ser que todos los libros y obras de arte; el único juego propio de todos los pueblos y tiempos, y del que nadie sabe qué dios lo legó a la tierra para matar el hastío, aguzar los sentidos y poner en tensión el alma?».
—¿Quién lo escribió?
—Stefan Sweig.
—Y añade: «…la simplicidad de sus reglas está al alcance de los niños, los más burdos sucumben a sus encantos y, sin embargo, en el interior de este cuadrado de límites inmutables, se desarrolla una especie peculiar de maestros, que no tiene comparación con ninguna otra: hombres con un talento exclusivo para el ajedrez, genios específicos cuya visión, paciencia y técnica operan con un patrón tan preciso como los matemáticos, los poetas y compositores, aunque armonizando en un nivel distinto».
—Wow, qué padre. ¿Qué libro es?
—“Novela de ajedrez”.
—El ajedrez en la literatura —pensó en voz alta mi joven amiga—. Debe haber muchas más obras sobre ese tema, supongo.
—Así es.
Hablamos entonces de Jorge Luís Borges y su poema «Ajedrez», de las muchas obras literarias que tienen como punto de partida el juego ciencia. Una lista más o menos incompleta —contando las ya señaladas— podríamos esbozarla de esta manera: “La jugadora de ajedrez” de Bertina Henrichs, “La torre herida por el rayo” de Fernando Arrabal, “El ocho” de Katherine Neville, “La vida que se va” de Vicente Leñero, “La máquina de ajedrez” de Robert Lorh, “El jugador de ajedrez” de Olga Romay y “Zugzwang” de Ronan Bennett.
—Obligado a jugar… —tradujo casi sin pensar Indira de los Santos.
—En efecto. Normalmente el jugador que tiene la jugada puede obtener ventaja. Pero hay ocasiones en que el resultado de su jugada es una desventaja cuando por el solo hecho de tener la jugada empeora su situación en lugar de mejorarla. A esto se le denomina «Zugzwang», que es una palabra alemana que se traduce libremente como jugada obligada, pero literalmente quiere decir “obligado a jugar”, como tú lo acabas de indicar. Es como un callejón sin salida.
—¿Cómo va la obra de Vicente Leñero?
—En todo momento tanto la vida como el ajedrez nos presentan la oportunidad y la obligación de escoger. Es difícil saber cómo elegir, sobre todo a sabiendas que una u otra alternativa puede dar un giro completo a nuestro destino (esto es hablando de la vida) y nunca podemos estar plenamente seguros si nuestra decisión es la adecuada… Nunca se sabe.
Al final, la decisión nos conduce a distintas circunstancias, pero, ¿qué pasaría si hubiésemos tomado la ruta alterna? ¿Qué sería de nuestras vidas si en vez de ir por la derecha, eligiéramos el camino de la izquierda? Esto es lo que plantea Vicente Leñero en esta novela. Es nada menos que la historia de una anciana que decide sacar de su memoria la historia de su vida. La señora es ajedrecista retirada, y sus relatos tienen una característica muy particular: además de contar sus andares de juventud, incluye en sus relatos, cuando se ve obligada a decidir por dos caminos, qué habría sido de ella si en vez de decidirse por uno, hubiese optado por un sendero diferente. Así, la entrevistada, porque la obra en sí, es como una entrevista, hace de la historia una compleja pero muy peculiar narración que, en ocasiones, confunde al lector y lo hace perder la línea de la novela, construida bajo los recuerdos de memorables partidas de ajedrez y románticas aventuras.
La abuela Norma —así se llama el personaje— logra retornar, aunque solo sea en su memoria, a los momentos decisivos de su vida y, a partir de lo anterior, construye una trama de historias, algunas verdaderas, otras falsas, pero todas ciertas, que dan vida a esta obra. Es el tema de “El jardín de senderos que se bifurcan”, de Jorge Luís Borges.
—¡Bellísimo! —suspiró Indira.
—El ajedrez es más que un juego, no lo olvides.
—El juego ciencia, le dicen. Pero yo creo que es algo más que eso.
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