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  • Foto del escritorPalabra Infinita

TÁCTICA Y ESTRATEGIA - EL AJEDRECISTA

I


Blackburne sostenía que el alcohol es un estímulo para la actividad mental. De alguna manera el alcohol le aclaraba las ideas. O al menos eso creía él. Era pública y notoria su afición a la bebida, tanto como al ajedrez. Se cuenta que en una sesión de partidas simultáneas, en la Universidad de Cambridge, los alumnos participantes en la exhibición le pusieron al alcance una botella de whisky. La idea era que bebiendo se le iba a nublar el entendimiento y sus adversarios tendrían más oportunidades de vencerlo. El resultado no pudo ser más previsible: Joseph Henry Blackburne, conocido en el bajo mundo como «La peste negra», dio cuenta de la botella y aplastó a todos sus rivales.

Pero Balckburne no fue el único caso en la historia del juego ciencia. Gosta Stoltz, un jugador sueco que brilló durante la primera parte del siglo pasado, también solía jugar bajo los influjos del alcohol, y no lo hacía mal. Pero es probable que sus resultados hubieran sido mejores de no haber mediado su inclinación por el vino, las mujeres y el canto.


Otro caso notable es el de William Winter, excelente maestro inglés, también fue un jugador que no jugaba bien al ajedrez si no «aclaraba» previamente sus ideas con una botella de alcohol. Ganó en dos ocasiones el campeonato de Londres y —al igual que el sueco— no jugaba bien sin un par de copas entre pecho y espalda. En 1927, en el torneo internacional de Londres, Un grupo de admiradores organizó una colecta para abastecerlo de suficiente bebida. El gran maestro Winter se presentó al torneo hasta las trancas de borracho y con ello pudo ganar de manera brillante las cuatro primeras rondas, apabullando en el camino nada menos que a Nimzowitch y a Milan Vidmar. El problema fue que para las siguientes rondas, los muchachos ya no pudieron conseguir más alcohol y, estaba visto que sobrio no podía ir a ningún lado sobre la escaqueada lisa, porque su rendimiento final fue muy pobre y terminó alejado de los primeros lugares.


En esto iba pensando el señor Linares, el día que arribó a la sala de juegos del torneo de La ciudad Capital. Desvelado, bebido, con la melena revuelta, pero recién bañado y bien vestido, pese a todo (el señor sabe guardar las formas). Entre las brumas del alcohol aún miraba el hermoso rostro de Caro muy cerca del suyo, al detenerse en el descanso, antes de subir al departamento, el beso robado y el pudor después, no debería ser, señor Linares, quién lo viera, tan serio. El paseo, la botella de ron, la guitarra, la cena, una charla que se transformó en serenata al calor de las copas, y debe usted dormirse ya porque mañana va a jugar y yo no quiero ser responsable de su mal rendimiento, ya se sabe que usted viene precedido por su prestigio de campeón.


II


Y no solo campeón, llevaba también a cuestas un aura de imbatibilidad, cimentada en tres torneos anteriores, con un record casi perfecto, apenas empañado con un par de tablas. Jugaba con la rapidez de un ordenador. Apenas meditando sus jugadas, desplegando sus piezas sin premura, con la calma de quien se sabe seguro de lo que ha estudiado y practicado por tanto tiempo, induciendo a sus adversarios a la desesperación ante los agobios de tiempo, llevándolos a los límites del zeitnot, la mirada fría, imperturbable y su eterna cara triste de vampiro transilvano, implacable y fría.


En la sala de juegos aún no empezaba el torneo. Un joven maestro jugaba rápidas contra un grupo de amigos. El señor Linares se detuvo a observar las partidas. El muchacho jugaba con desenvoltura. Invariablemente llevaba las piezas blancas y jugaba el Gambito de Dama. Todos sus oponentes respondían con la defensa ortodoxa y en poco tiempo terminaban asfixiados, con sus piezas limitadas y con el alfil de dama pudriéndose en las alcantarillas. Ese es uno de los inconvenientes de esta defensa: si no la sabes jugar te lleva a posiciones restringidas. La mayor movilidad de las blancas les brinda más espacio y posibilidades de ataque. Se requiere de una técnica depurada y una maestría nivel Emanuel Lásker para salir indemnes de estos laberintos llevando las piezas negras. Y saber jugar la Ortodoxa implica desplegar, en el momento oportuno, el peón del alfil de la dama para romper el centro.


Pero aun sabiéndolo, este planteo es muy delicado. Además, en la actualidad, casi nadie responde al Gambito de Dama con la Ortodoxa. No en los torneos de élite. «De cualquier manera —pensó el señor Linares—, si me toca jugar contra él y me dan las negras, le voy a plantear una defensa más elástica», pensando tal vez en la Defensa de Cambridge Springs y la Grünfeld que había ensayado recientemente, o acaso una India de Dama.

Pero se sentía cansado. Los síntomas de la resaca hacían mella en él: dolor de cabeza, cansancio general y una sed abrasadora que muchos años después volvería a experimentar en otras lides. Salió del recinto y compró en un puesto callejero una botella de agua mineral que bebió con fruición. Cuando volvió ya lo estaba esperando su oponente. Le tocaba jugar llevando las blancas. Con un rápido movimiento, aún antes de tomar asiento, plantó su peón de rey en el centro del tablero y echó a andar el reloj. Ante la jugada simétrica, desplazó su caballo de rey a la casilla habitual y su oponente hizo lo propio con el caballo de dama. A partir de esta jugada, con un movimiento de alfil podía proponer la lenta, lentísima, Apertura Italiana, que según los manuales de ajedrez es ideal para principiantes, o la más fuerte de todas las aperturas de Peón de Rey: la Ruy López. Pero no, después del agua mineral, el señor estaba de buenas, adelantó dos casillas su peón de dama, entrando de lleno a una Apertura Escocesa, de talante ligero y parsimonioso, como si la velada de la noche anterior hubiera sido regada con whisky.


Como para darle la razón a Blackburne, el señor Linares, veía las jugadas con una claridad asombrosa. Desplegó sus piezas de manera armónica, con economía de tiempo, buscando líneas y columnas abiertas, y encontró campos abiertos y objetivos palpables, tropas mal ubicadas, vulnerabilidad en las barricadas, casillas débiles, peones atrasados, colinas desprotegidas y hondonadas por donde dirigir la caballería y posicionar la artillería. De modo que a la mitad del juego ya había logrado una ventaja posicional suficiente que le permitió lanzar un ataque demoledor contra los bastiones del rey enemigo que lastimosamente rindió sus pendones antes de la jugada veinticinco. En términos pugilísticos esto equivale a un KO efectivo en el sexto round.


(Continuará…)


Por Cesar Augusto

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