V
—Está muy agotado —dijo Von Fritz.
Luís Enrique asintió sin dejar de mirar a la pareja. Venían caminando por el pasillo y volvían a la sala. Ella era la vida dulce, llena de encantos y lucidez. El señor Linares, en cambio, se notaba cansado, las mejillas hundidas y la mirada turbia. Le tocaba enfrentar al mejor jugador del torneo. Linares lo vio sentado ante las piezas blancas. Un joven moreno, de mediana estatura, pulcramente vestido. Había adelantado dos casillas el peón de dama y el reloj estaba en marcha. Se tomó su tiempo para despedir a Carolina. Cuando la chica salió por la puerta principal volteó a verlo y le hizo adiós con la mano.
Hasta entonces, el señor Linares, volvió hacia la mesa de juego y parsimoniosamente levantó el caballo de rey y lo depositó en la casilla f6. Tomó asiento y en menos de cinco jugadas planteó a su adversario la defensa Grünfeld. Luis Enrique y Von Fritz respiraron tranquilos.
—Por fin lo vamos a ver conducir un ataque desde el inicio —murmuró Von Fritz.
—Veamos cómo lo hace. No es su estilo.
La Defensa Grunfeld es una apertura táctica y dinámica. Muchas líneas conducen a juegos muy concretos. Las negras permiten un avance de peones en el centro del tablero para minarlo desde los extremos con la acción coordinada del alfil de casillas negras y los caballos. Las blancas en cambio tienen mejores perspectivas a largo plazo, pero deben estar atentas para no atrasarse en su desarrollo. Si se descuidan pueden verse rebasadas por el dinamismo y la acción coordinada de las piezas negras.
Von Fritz tomó un alfil blanco del tablero que tenía a su alcance. Jugó con la pieza entre sus dedos, y con una expresión de extrañeza dijo:
—Según esto se demoró en jugar porque olvidó las llaves en la casa de la muchacha.
—Como Bronstein —bromeó Luís Enrique.
—En eso pensé —dijo Von Fritz depositando nuevamente el alfil en su sitio.
David Bronstein, el campeón sin corona. Al igual que Paul Keres y Víktor Korchnói nunca pudo acceder al título mundial, pese a que tenía el potencial suficiente para lograrlo. Estuvo a punto de conseguir este objetivo cuando empató, con el resultado de 12-12, frente a Mijaíl Botvínnik, el patriarca del ajedrez ruso.
De acuerdo con las reglas de la FIDE, en caso de empate el campeón mundial retenía el título. Se cuenta que alguna vez se tomó cuarenta minutos realizar su primera jugada. Cuando después de la partida un reportero le preguntó por tanta demora, él le respondió que estaba tratando de recordar donde había dejado las llaves de su casa.
—Por lo menos ahora ya sabemos donde pasó la noche —gruñó Luís Enrique.
—Lo de las llaves yo creo que es una tomada de pelo —conjeturó Von Fritz—.
En verdad se lo nota desvelado y está sufriendo los estragos de la resaca. Es evidente que vebió como cosaco. Probablemente estaba pensando en otra cosa, o en la chica. O efectivamente analizó muy bien la variante. Por eso jugó la secuencia con precisión y rapidez.
—Y ahora la idea de jugar la Caro Kann en honor a la muchacha —dijo Luís Enrique.
—Un poco como cuando el general Francisco Villa retrasaba sus legendarias cargas de caballería hasta que hubiera suficiente luz para la Mutual Film Company que le había pagado por la filmación de sus batallas.
Luís Enrique hizo un gesto de extrañeza. Un alemán conocedor de la historia de México le pareció una idea más bien surrealista. «No obstante, al parecer nuestro general viene mejor pagado», dijo con cierto dejo de envidia. El teutón le devolvió la mirada con una sonrisa. «Se me antoja una cerveza», dijo sin venir a cuento.
Un murmullo creciente que venía de la mesa de juego del señor Linares los sacó de la conversación. Ludwig Von Fritz fue y vino y le informó a Luis Enrique:
—Nuestro hombre inició un ataque demoledor por el lado de la dama. Se supone que el joven sabe bien su cuento, pero desde el principio cometió algunas imprecisiones. Creo que la Grünfeld lo tomó por sorpresa.
—¿Y Linares?
—Si el joven rompe el centro lo va a despedazar.
—¿Cómo?
—La ventaja que tiene es de tiempo. El reloj ya se le está agotando al otro. Me parece que Linares ya se percató de lo mal que está su posición y está llevando el juego hasta el extremo de explotar los agobios de tiempo del otro planteándole jugadas filosas que lo hacen reflexionar y agotar aún más el poco tiempo que le queda. El rival no tiene la frialdad de Linares cuando juega en los límites del zeitnot, y parece que se lo va a comer.
—Nuestro amigo está jugando mal.
—Los dos, para ser más precisos. Digamos que esta partida es un concierto de errores. Y, como dijo Tartakower, la ganará aquel que cometa el penúltimo error.
—En este caso, creo que la ventaja está de lado de nuestro amigo.
—Tiene una soberana ventaja psicológica sobre el otro.
En breve escucharon otra vez murmullos de asombro en la mesa de juego. El señor Linares se había impuesto por su ventaja de tiempo. Lo vieron levantarse tambaleando y dirigirse pesadamente a los sanitarios. Uno de los jóvenes ajedrecistas lo siguió. Lo esperó en la puerta del baño.
—Disculpe —le dijo—. ¿Es usted jugador profesional?
—No.
—¿Es usted maestro FIDE?
—Tampoco.
—Pero supongo que ha participado en muchos torneos…
—Tampoco.
El chico dudó antes de preguntar nuevamente:
—Disculpe, ¿qué ELO tiene?
—No lo sé. ¿Por qué la pregunta?
—Porque le acaba usted de ganar al mejor jugador del torneo.
Salió del recinto pasando a prudente distancia de la mesa de juego. Su rival vencido y los muchachos analizaban la partida. Estaban examinando una variante ganadora. Tal como había sugerido Von Fritz, el tema era romper el centro con los peones que el señor Linares no había vulnerado. En definitiva había ganado la partidajugando mal. No obstante a partir de ahora todo sería coser y cantar. ¿Acaso no le había ganado al mejor jugador del torneo?
Pero Von Fritz y Luís Enrique no pensaban lo mismo. Estaban molestos. Si bien el señor Linares llevaba hasta el momento un record impecable, ya era notorio que estaba jugando mal y que no había perdido una sola partida gracias a su aparente imperturbabilidad y a su habilidad para explotar las debilidades psicológicas de sus adversarios. Era gélido como un viento polar, y jugaba con la rapidez de un programa de cómputo. Pero mal.
Las partidas eran a veinticinco minutos. En partidas largas lo hubieran aplastado. La fase de apertura la jugaba a todo tren. En el medio juego bajaba un poco el ritmo, y cuando veía al adversario sufriendo con los agobios de tiempo, volvía a acelerar el ritmo y empezaba a desplazar sus piezas al filo de la navaja y lanzaba ataques aparentemente demoledores que requerían mayor tiempo para desenmarañarnos. Esto llevaba a sus oponentes hasta los límites del zeitnot donde anímicamente los hacía polvo.
—Está acabado —dijo Von Fritz.
—Pero es muy hábil para sostenerse en pie.
—Solo es un chapucero —protestó el teutón.
—Es perro viejo.
—Es un poco como Emanuel Lásker —aventuró Von Fritz.
—El juego psicológico de Lásker apuntaba a las debilidades de sus adversarios.
Pero supone el conocimiento anticipado de los oponentes. Aquí nuestro amigo está jugando a la ciega. Y ha corrido con suerte. Porque para esto debe analizar las partidas de sus adversarios. Aquí Linares no tiene ese conocimiento previo. Prácticamente está jugando y psicoanalizando a sus oponentes sobre la marcha, y lo hace obnubilado por el alcohol y el desvelo…
—Y el amor.
—¿Tú crees?
—Yo nada más digo.
—Pues tiene su mérito, ¿no crees?
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