(Continuación)
III
La calma, el ataque había terminado. El rey negro se había visto envuelto en una ineluctable red de mate. Al final, el señor Linares movió sus piezas con precisión. Con la misma parsimonia tendió la mano a su oponente que retribuyó el saludo con una sonrisa desencantada. No quiso analizar la partida. Todavía tuvo que esperar que terminaran sus partidas los otros contendientes. Tampoco quiso ver cómo se desarrollaban las jugadas en los distintos tableros. Salió nuevamente y compró otra botella de agua mineral. Al entrar se encontró de manos a boca con Luis Enrique, el entrenador, vestido con pants, calzado con tenis blancos y tocado con una gorra de beisbolista.
—¿Dónde carajos te habías metido?
Caro lo esperaba en el andén. La vio sonreír y caminar con los brazos extendidos para recibirlo con un abrazo y besos en las mejillas. «Se ve usted muy bien —dijo, y acariciando la tela de la camisa, añadió: —ahora se viste usted mejor», y sonrió nuevamente, y lo tomó de la mano para salir de la central.
—Por ahí —dijo.
—Te anduvimos buscando toda la noche y no contestaste ni una llamada —reprochó Luís Enrique.
El señor Linares tomó el teléfono celular, y antes de ponerlo en la mesa lo apagó. Carolina estaba de pie, ante él con una sonrisa angelical. «Cántame una canción», dijo. «Hace ya mucho tiempo que no canto —dijo el señor Linares—. Además cómo quieres que lo haga, sin acompañamiento.» Carolina fue al interior de la recámara y volvió con una vieja guitarra, que al señor Linares le costó mucho afinar, de viejas que estaban las cuerdas. La pieza estaba en penumbra. La luz del exterior se filtraba a través de la ventana.
—Se me apagó el celular.
—Nunca llegaste al hotel.
El señor Linares terminó de beber el agua mineral. Depositó educadamente la botella en un contenedor. Se volvió y le brindó la misma mirada gélida a Luís Enrique.
—Ya gané la primera ronda.
—Pero jugaste una línea inferior, pudiste haber perdido.
—Juego contra el hombre, no contra el tablero.
Un joven se acercó hasta ellos y le avisó al señor Linares que la segunda ronda estaba a punto de iniciar. Nuevamente iba a jugar con blancas. Ante el tablero, un joven rechoncho, de ojos claros, lo esperaba pacientemente. Nuevamente evitó sentarse antes de hacer su primer movimiento. Recordó lo que alguna vez, su maestro Von Fritz le había enseñado, citando a Franklin K. Young: «…hay que desplegarse siempre, de manera que se pueda establecer con suma facilidad la oblicua derecha en caso de que el plano objetivo quede abierto o se localice permanentemente en el centro, o en el flanco del rey, o que pueda establecerse límpidamente el gancho alineado si el objetivo plano se localiza en un emplazamiento que no sea el frente estratégico,»[1] en virtud de lo cual avanzó dos casillas el peón de rey y activó el cronómetro. Se dejó caer en la silla. Su oponente también jugaba rápido, de manera que salieron a todo tren de la apertura que nuevamente fue la escocesa. El entrenador estrujó la gorra y la estrelló contra el piso. El medio juego se tornó tenso. El señor Linares tuvo que hacer un despliegue de la caballería detrás de las líneas. Atrasó un poco la apertura del ala de la dama y se parapetó detrás de una barricada de peones, con una serie de jugadas tímidas que lo llevaron a perder la iniciativa.
—Llevando blancas no puede jugar así —bufó el entrenador.
El oponente atacó con insistencia, pero infructuosamente. Buscó ángulos débiles, expandió caballos y alfiles mientras el señor Linares movía escrupulosamente sus torres, reforzando la defensa con movimientos de dama en zigzag para proteger el flanco del rey, fortaleciendo la estructura de peones con el apoyo de piezas menores, esperando el asalto final. El centro del tablero se sobrecargó de trincheras y barricadas, fosos llenos de cocodrilos y extensiones de terreno minado. Empezaron a repetir jugadas. Síntoma inequívoco de que se ha llegado a establecer un equilibrio y ninguno de los contendientes quiere arriesgar. Tocaba jugar al señor Linares. Si movilizaba nuevamente la torre de e2 una casilla atrás se declararía empate por repetición de jugadas. Meditó durante más de diez minutos. Pausada, cuidadosa y fríamente, el señor Linares avanzó dos casillas el peón del alfil del rey: había llegado el momento de la romper las líneas. Las negras respondieron vigorosamente por el flanco de la dama con una fuerte andanada que retrocedió ante la fuerte estructura de peones.
«Pero yo no puedo cantar así, en seco», dijo el señor Linares. «Eso no es ningún problema», dijo Caro y fue a la cocina y volvió con una botella de ron. Después del tercer vaso, el señor Linares inició los acordes de una vieja canción, tanto tiempo disfrutamos este amor, nuestras almas se acercaron tanto así… Su voz, sonó dulzona aún, pero menos flexible, sin el metal de los tiempos mejores, sin mucha potencia, bajando el volumen en los agudos, pero con sentimiento, con el mismo color tierno de antaño, que yo guardo tu sabor, pero tú llevas también, sabor a mí. Sus dedos se movían todavía con destreza (después de todo, el ritmo de la pieza musical era lento, suave, parsimonioso), si negaras mi presencia en tu vivir, bastaría con abrazarte y conversar, tanta vida yo te di, que por fuerza tienes ya, sabor a mí… Caro sirvió la cena. Si nos apuramos llegaremos a tiempo, dijo, los chavos de la bohemia nos están esperando.
Y entonces sucedió lo inesperado.
Un relámpago en un cielo despejado. Es la imagen que más se aproxima al fulgurante ataque que las blancas desencadenaron sobre la posición adelantada de las negras. La artillería cubrió magistralmente el avance de la infantería. La caballería, acompañada con las piezas ligeras, realizó una maniobra envolvente haciendo saltar los baluartes negros generando la desbandada general, salvando de milagro al monarca que se dio a la fuga protegido apenas por unidades ligeras, dejando atrás una campiña en llamas, ocupada por las piezas blancas, para rendirse más adelante ante la pérdida irreparable de material.
Fue una auténtica blitzkrieg.
Solo había al final humo, la campiña devastada, la artillería abandonada y algunas banderas sobre el polvo.
Cuando alcanzó a Luis Enrique y a Von Fritz en el pasillo éste último iba murmurando: si el otro le hubiera maniobrado un poco en la orilla del tablero, le hubiera destrozado el ala de la dama. El señor Linares no dijo nada y volvió sobre sus pasos. Sobre el tablero, su oponente le mostró la variante: había estado a nada de perder la partida.
—Honestamente, no la vi —dijo el joven—. De todas maneras, fue un bonito ataque.
Y le volvió a tender la mano deportivamente.
Cuando retiró la vista del tablero, sus ojos se encontraron con los de Caro que le sonreía, desde uno de los accesos a la sala de juegos.
[1] Irving chernev, «Ajedrez Lógico», Pág. 62
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